domingo, julio 27, 2008

Brusca mente

Releo Textos para nada, redigo, quizá aun reitere más adelante. Tuve la impresión, al leer por primera vez a Beckett en estas líneas que avanzan, retroceden, saltan en el lugar, de que -aun con mucha preparación previa, no intempestivamente, no- había tirado pingajos todavía sanguinolentos de pensamiento sobre el papel, sin la cocción que se le suele dar a lo que se escribe para hacerlo digerible al que lee, esa cocción que no deja de ser una traición. Eso me produjo gran pasmo primero y después una eufórica sensación de libertad (paradoja: sobre la imposibilidad del decir se abre el juego, el trazo efectúa un reconocimiento de límites que libera).

Eslabones de un hombre aparte

Sólo porque me dijeron que no lo iba a hacer resuelvo dejar algunas notas acá sobre Zuckerman encadenado. Tres novelas y una, diría un patagónico, noveleta. En la primera, La visita al maestro, un escritor joven, Zuckerman, con unos pocos relatos publicados, va a la casa de otro consagrado, Lonoff, de cierta (mediana) edad, al que admira. Ve algo de lo que después elegirá ver (“Así viviré yo”). La jornada siguiente lo encuentra transformado (en la primer página se habla de un bildungsroman, en el resto se despliega). De esta novela me gustó el desencanto de Lonoff, la descripción sin adornos de la tarea del escritor, que descascara la idealización de Z.: Lonoff escribe como empeñado en golpearse la cabeza contra la pared (¿a qué se quiere acceder cuando se escribe?), tarea sin embargo irreprimible y no del todo ingrata (digo “irreprimible” y pienso en El lamento de Portnoy, que leeré pronto). Me gustó también que Zuckerman idee una breve historia sobre una Ana Frank rediviva, de tintes alucinatorios, porque muestra a un narrador en el momento mismo de crear su ficción (una más: ya la novela se inicia con un escritor que recompone un episodio de sus veinte años a sus cuarenta). En Zuckerman desencadenado comienza a ser reconocido y lo acosa un admirador algo excéntrico. En el duelo con Pepler el memorioso (un fabulador contra otro) me pareció que a veces caía en redundancias que me hubiese gustado sacudir. Lo mejor está en el final, el desencadenamiento. Así: el precio de la libertad necesaria para escribir es renunciar a padre, madre, mujer, en fin, toda clase de filiaciones, constituirse solo, ya ni siquiera “bastardo” (como lo llama el padre) sino nadie (solo, por lo tanto nadie, aunque el recurso trae sus beneficios: por renombrarse “nadie” Ulises escapó de Polifemo). Es que la filiación exige fidelidad y Z. no puede escribir y ser fiel (¿puede alguien?). En La lección de anatomía el ya desencadenado Zuckerman clama por cadenas. Ha sobrevenido el dolor, fantasea con dejar de fantasear y volver a la vida rehaciéndose como médico. Hay una puesta en escena acá también de la ficción, actuación en vivo, cuando inventa la farsa del pornógrafo. Decide ser médico en busca de una cura al dolor (¿de escribir?); el pornógrafo que personifica le hunde la cabeza en una lápida (no es metáfora). Renace para cumplir el destino de las novelas que escribirá, aunque busca evadirse “como si aún se considerara capaz de evitar su futuro de hombre aparte y escapar de la obra que era suya”. No mucho que decir de La orgía de Praga: Z. intenta infructuosamente rescatar los manuscritos de un muerto. Hay otro maestro, distinto a Lonoff (distinto es este Z.); Ana Frank vuelve en una mujer que ya no la representa; soñé con Olga y era de verdad hermosa.

Como iba diciendo

No sé si es siempre así y no rebuscaré en la memoria. Digamos que, en general, si no caigo bien de entrada tiendo a no esforzarme en mejorar la caída. No tengo intenciones de agradarle a todo el mundo, ni me parece una meta deseable: amoldarse a las expectativas de los otros hace olvidar la propia.

miércoles, julio 23, 2008

Los hombres libres

Jack. (Al primer hombre libre.) Señor militar, ¿puede informarme si es éste el palace del rey?
Segundo hombre libre. (Al primero.) La verdad te obliga a informar de que no tenemos rey y de que, por tanto, este edificio no puede ser su palacio. Para algo somos hombres libres.
Primer hombre libre. (Al segundo.) ¿Que la verdad me obliga? ¿Acaso no somos hombres libres, como bien dices? Siendo así, debemos desobedecer incluso a la verdad... Así es, señor extranjero. Ese edificio que veis ahí es el palacio del rey.
De Ubú encadenado, en Todo Ubú, de Alfred Jarry

¡Cuernoempanza!

Hoy en la hora del almuerzo fui a comprarme un tapado siete octavos a Av. Santa Fe y me llevé para el camino Todo Ubú, porque ida y vuelta son más de diez cuadras y todavía más páginas, y soy de ésas que suelen andar cansinamente por pleno centro portando libro abierto sin que les importe un pito que los demás transeúntes deban esforzarse en esquivarlas porque ellas poco se molestan. En este caso para más extravagancia iba riéndome en la cara -en la cara del libro, se entiende, aunque también en la mía-, como no puede ser de otra manera como bien lo sabe el que haya leído el susodicho. Me traje el tapado pero pasó algo que me paralizó el esternón y es que al volver se ve que muy oronda con mi nueva adquisición y a paso vivo por la hora ya casi consumida me olvidé por completo de leer y de Ubú en el probador. Llamé y lo rescataron del agobiante cubículo sano y salvo. Pasé a buscarlo por el negocio a la salida. Suspiré de alivio cuando lo vi, mayormente celeste por fuera y beigecito por dentro, esperándome, cruzado de páginas. Queda gente honesta o a la que los libros le nefregan.

jueves, julio 17, 2008

Ever

Yo sé de los cielos que estallan en rayos, y de las trombas
y de las resacas y de las corrientes:
¡yo sé de la tarde, del alba exaltada como un pueblo de palomas,
y he visto alguna vez, eso que el hombre ha creído ver!

Arthur Rimbaud

Mar salido de cauce

Anoche me di una vuelta por el Rojas. Arrastré a Nora, seduciéndola con la buena vida primero. Festival de poesía, salida al mar. Llegamos bien entrada la cosa (la tarde, la poesía). Oleaje cúspide en el santafesino Fernando Callero (me traje su Ramufo di Bihorp) en el primer trío que vi. En el segundo tramo visto y oído estuvo Montserrat Álvarez tan aplaudida como tímida. Encantadora, entonces y más todavía después. Me levanté hoy con un oxígeno nuevo. Vientos de Avalon, no sé si sentí o pensé. Por eso los castillos (y las espadas y escudos que no dije).

Gastón me dice, cuando entro a la oficina, al ver mis ojeras: “¿No te parece que deberías dormir de vez en cuando?”. “No se puede dormir mucho, con el tiempo que pasamos acá casi no nos queda nada para vivir, si dormimos”. “Pero vos te zarpás. ¿Qué, te anunciaron una muerte temprana?”

Camelot

Salgo a la calle esta mañana cargando mi mochila pesada de libros, los que tenía más lo que se sumaron ayer, todas esas piedras de mi castillo a cuestas. Por donde vaya debo llevarlas: en donde esté, en esas piedras puedo engarzarme.

domingo, julio 13, 2008

El séptimo día

Estoy un poco desplazada hoy hacia un lado, debe ser por eso que me cuesta leer, porque las palabras no están donde las busco. Un dolor me pellizca el costado derecho. Conozco el porqué, aunque saber algo, hoy así, de esta manera desvaída, se asemeja a intuir. Los últimos días se extendieron y anteayer por ejemplo me queda lejísimo, es ya inapresable, salvo que se acerque después por sí mismo, manso. ¿Volverá el recuerdo de los días con la calma? ¿Retornará si le hago el terreno llano? En lo inmediato, me apaciguo, me domo. Es domingo y debo tomar el aire suficiente para contener la respiración en la oficina los días que siguen.

miércoles, julio 09, 2008

Otra lección del maestro

—Usted me ha convencido de que es todo una vana ilusión.
—No su gloria, mi querido amigo —balbució el joven.
—No mi gloria... ¡lo que haya de ella! La verdadera gloria consiste en ... en haber sido puesto a prueba, haber tenido una pequeña calidad y haber ejercido un pequeño hechizo. Lo importante es haber conseguido que alguien se sintiera interesado. Ocurre que usted está loco, pero ello no afecta esta verdad.
—¡Usted es un gran triunfo! —dijo el doctor Hugh, imprimiéndole a su joven voz toda la vibración de unas campanas de boda.
Dencombe se quedó asimilándolo; luego hizo acopio de fuerzas para hablar otra vez:
—Una segunda oportunidad: ésa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una. Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión. Todo lo demás no es sino la demencia del arte.

Henry James, “La edad madura”
A veces me impacienta ocuparme de la sintaxis, esa necesidad de ordenar todo el estante, de ser prolija y cuidadosa al maniobrar las palabras para que otros las miren y las interpreten y quizás las desbaraten, como se suele hacer con los juguetes. (Tengo en un estante de la biblioteca una muñeca rusa. Mis sobrinos la destripan cada vez que vienen.)

La visita a Henry James

Le comentaba a Hernán que me había inquietado ver que el título del cuento de Henry James que aparece citado en La visita al maestro como “Los años intermedios” es en inglés “The middle years”, que encontré (mejor) traducido como “La edad madura” (pensé también que una posible traslación sería la expresión “Mediana edad”). Quizás busqué el cuento para ver qué sería eso de “los años intermedios”. (Estoy mintiendo y como muchas veces que miento suavizo, desbasto los bordes ríspidos de una mentira algo evidente con el quizás. La verdad es que lo busqué porque pensé que debía leerlo para ponerlo a jugar con la novela, que había en James un maestro más allá de Lonoff. Pero la mentira es más operativa, funcional a los fines. Por otro lado: comenzar con “la verdad” ya es mentir, oración que se levanta con el pie izquierdo. Decir es mentir, lo dijo Molloy hace años, decir es traducir y torsión, como se verá). Lo que me inquietó, claro, es comprobar la torsión de la traducción. Leo una ficción de Ramón Buenaventura llamada La visita al maestro sobre una obra real de Philip Roth llamada The ghost writer.

Reformulación

Escribir encierra la conjugación de tantos otros verbos.