viernes, marzo 13, 2015

Aleksei German lee a los Strugatski

Una comisión de científicos de una Tierra futura investiga la sociedad de un planeta sumido en un período histórico semejante al Medioevo. El Renacimiento no ha ocurrido, avisan, y su advenimiento no parece factible, si se considera el regocijo con que los hombres se enfangan. En Arkanar, la ciudad en donde se emplaza uno de los sociólogos, Anton o Don Rumata, los intelectuales son torturados y asesinados en las formas más ominosas. El arte está proscripto. No hay lugar para la belleza. Él no puede interferir. Sobre todo, no se le permite matar. Pero el medio hostil corroe su alma. Un abrumado Don Rumata se pregunta si no es sobre él que se efectúa el experimento.
Ése es el argumento de Qué difícil es ser dios, película de Aleksei German sobre la novela de Arkadi y Boris Strugatski del mismo título. Aunque el comienzo y el final de la novela se eliden en la película, no difieren en lo esencial, el argumento de una y otra. Muchos aspectos que se explican con detalle en el libro acá apenas se sugieren. Dije: esencial. Pero me refería al armazón de la historia. Porque sí difieren, de alguna manera, en su esencia. Si la novela es ya oscura, la película es como brea, negrísima y pegajosa.
El otro día le comentaba a una amiga que la estética de la película es pavorosa. Mocos, mierda y sangre, esas materias pringosas abundan (en la apertura un culo vierte su producto desde una ventana alta sobre las cabezas de dos que juegan o pelean o juegan a pelear). No hay modo de tomar distancia de las imágenes, se nos vienen encima. La cámara al nivel de los ojos parece tropezar continuamente con gente y cosas que se la llevan por delante en ese universo de espanto y caos. A veces unos miran a la cámara directamente, otras parecen mirar algo o a alguien detrás. Los primeros planos son asfixiantes y a la vez vertiginosos. La sensación es que esa mescolanza nos puede enchastrar de un momento a otro. Hay que verla. Hay que ser partícipe del experimento.