miércoles, octubre 25, 2006

Silvia

De la movilidad nubosa
de cuerdas que no vibran
emergen cristales de fantasma.

De “Del amor y la turbiedad”

Miro tus manos desde atrás. No estoy lejos, puedo llegar a ver la bóveda de tus palmas y los dedos que caen de ese cielo. Admiro cómo quebrás la estocada del dedo en la tecla, interrumpiendo la trayectoria, para lograr ese sonido tan puntas de pie que se diluye con rapidez…
… Y otras veces los pasitos vaporosos se vuelven taconeos profundos, poderosos, la cabeza acompaña con un vaivén, seguramente irreprimible, pero que parece deliberado: asentimiento y énfasis. Sos un general arengando a la tropa con el tronar del piano. El cuerpo alerta, listo para guerrear.
Y además.
Le digo a Inés: “Ese cello me llenó los ojos de lágrimas”. “A mí también”, me dice. Y es como presentir el roce de un milagro saber simultánea esa vibración unísona en las dos, o en los tres (no olvidemos el instrumento). Yo no sé si el cello toca el corazón, pero sí que cava hondo.

Todo lo que necesitabas
era sostener un cello entre las piernas
y una palabra untada con resina.

Frotar esa matriz demente,
la más grave de tus cuerdas.

Abandonarte,
inclinando ligeramente la cabeza.

Emerger oxígeno.
Puente.
Ébano.
Rastro.

De “De recomendaciones angélicas”.

“Del amor y la turbiedad” y “De recomendaciones angélicas” son poemas de Silvia Dabul, incluidos en Lo que se nombra.

Lo siniestro

Hay algunas palabras que asocio inmediatamente a un libro. “Siniestro” es, para mí, desde hace unos quince años y quién sabe hasta cuándo, El corazón de las tinieblas, de Conrad. El narrador se adentra en el Congo: ríos como serpientes, irrealidad, muerte. Por esta manía asociativa que tengo me acuerdo ahora de Herzog describiendo la selva en Enemigo íntimo, su ímpetu destructivo, la vida que surge a partir de la putrefacción. Lo familiar, ajeno. Nuestra naturaleza es también como esa selva, pero nos olvidamos. Somos tan civilizados.

lunes, octubre 16, 2006

Cohen, Di Benedetto y cía.

El viernes en la Biblioteca Nacional Cohen hablaba sobre Di Benedetto. Fui. Entré al edificio hongoide, saludé al busto de un Borges verde. En el auditorio, dos traductoras (al portugués, al italiano) hablaban de El silenciero. Cohen se impacientaba. Por fin subió sus largas piernas al estrado. Las palabras se le tropezaron un poco en la intro. Se ve que se siente más cómodo leyendo, ya lo vi en la tele, hace poco. Para la conferencia eligió la lectura constante, sin paréntesis, con pausas sólo para tomar agua. Comparó a Di Benedetto con Beckett cuando afirma que hay que “abrir agujeros en el velo del lenguaje, para llegar a lo que hay detrás, o a la nada que hay detrás”. Como Beckett, dijo, elige como camino poético el empobrecimiento (me acordé del “laconismo” que le atribuye Saer). Sobre “Aballay”: “Todos vivimos haciendo maniobras más o menos aparatosas sobre un caballo”. Ah, la culpa, cómo no. Qué increíble, maravillosa búsqueda de expiación. Salí de la Biblioteca abrumada.

Relacionando esto con lo que escribí la otra vez, ¿por qué esta culpa sí y la otra no? Porque en la peli de Allen la culpa de Chris me pareció inconsecuente. Volviendo a La vida breve, no sería aceptable que Brausen-Arce se culpe por la Queca, pero es comprensible que sienta culpa por el pecho escindido de Gertrudis. Qué decir de Kafka. Cohen mencionó, vinculándolo con “Aballay”, el relato “La condena”. Agrego, ahora: “La metamorfosis”. ¿O no lo consideran unos indios a Aballay hombre-caballo? Pienso en Gregorio montado a un insecto hasta al fin para purgar su culpa. Culpa, como Georg en “La condena”, por ocupar el lugar del padre como sostén económico de la familia. Gregorio debe, también, una muerte.


lunes, octubre 09, 2006

Sobre la culpa

En La vida breve sería ruinoso para la novela que Brausen sintiese remordimientos por golpear a la Queca, por su vehemente deseo de matarla. No importa que no sea él quien la mate. “Quise ayudarte porque me parecía injusto que te pudrieras en la cárcel por una cosa que yo mismo hubiera hecho, que me parecía bien hacer”, le dice a Ernesto, hacia el final. ¿A qué viene esto? Bueno, es que recuerdo unas palabras cruzadas anoche sobre Match Point, de Woody Allen, y acá viene Onetti al galope, y lo hago pasar, qué voy a hacer. Mientras veía esa peli pensaba que era necesario que uno de los dos, o ambos, muriesen. Ella no era menos despreciable que él. Lo esperado sucedió. Pero lo previsible de la trama no me molestó tanto como la culpa corporizada torpemente en fantasmas. En la literatura como en el cine me parece más interesante investigar ese momento en que un personaje es a un tiempo cruel e indiferente. Yo, que soplo una arañita que camina por mi brazo porque temo lastimarla si toco con mis toscas manos humanas sus delicadas patitas, puedo identificarme fácilmente con el que dijo: “Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía. Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”.