jueves, enero 11, 2018

Stoner

¡Qué calor feroz! Me despierto pensando en Stoner y como siguen durmiendo acá me levanto a escribir algo, como para sacarme de encima lo que me ronda, no solo ideas sino palabras, contantes y sonantes como monedas ("flamígera", por ejemplo), pero antes tengo que encender el aire acondicionado.
Hace rato ya me habían recomendado que leyese Stoner, de John Williams. Estuvo acertada la recomendación, me gustó. La historia es la de una extendido fracaso, llano y con pendiente, hacia abajo, claro, a lo largo de una vida. A lo largo, sí. A lo ancho, hay algunos accidentes. El amor, sobre todo, a una mujer, a la hija.
William Stoner nace y se cría en una granja de Missouri. Es árido, duro y terroso como el medio que lo malnutre. Hijo único de un matrimonio de sufridos granjeros está condenado a la herencia de ese destino. Al padre se le cruza uno que le habla de estudios de la tierra y ahí va el hijo a estudiar agronomía en la universidad. La currícula incluye un curso de literatura, como parte de saberes generales que debe portar un graduado, aunque se especialice en agricultura. Ahí se topa Stoner con lo que él es y no sabía que era. Flamígera, la literatura lo flambea. Lo galvaniza. El descubrimiento le tuerce una vida que era como ya vivida. Le tapa el surco. Cambia de carrera, se vuelve profesor. Su transcurrir por la enseñanza es opaco. Muere y pocos lo recuerdan.
Esto está contado en el primer párrafo de la novela así que uno ya sabe que se adentra en una vida lisa y gris. Si la historia conmueve es en parte por esto mismo. Nada se espera, nada sucede. Pero el que ama los libros comprende cómo pueden variar una condición, como un injerto en el adn.
En cuanto al fracaso y el éxito, son, más que relativos, parejamente inanes. Eso también es una decantación del texto.
La semana pasada, una tarde tórrida como seguramente será la de hoy, estábamos con Ever hablando de este libro, mientras los chicos se ensopaban en la pelopincho. Mateábamos en el parquecito de Haedo. Le comentaba que no me gustaba el estilo, no por lo parco, sino por el estorbo de las repeticiones. Quizá el original también las tuviera pero no molestase tanto ese repiqueteo. Me dijo que había notado lo mismo y que, por esta vez, le había parecido mejor la traducción española. Más tarde le mandé por WhatsApp una foto de la primera página que leí al llegar a casa y parecía venir a ilustrar lo que habíamos conversado. "Me gusta la historia, me lleva, aunque es una pena que haya que andar así como pateando tachos", le dije.
Igual vale la pena leerla, en cualquier traducción.