domingo, septiembre 23, 2012

Lo que se quema, lo que quema


“Encallados bajo un sol de injuria, los árboles de la plaza tenían una cualidad languidescente, como si buscaran diluirse de una vez por todas para renacer bajo un aire más compasivo o más traslúcido. Oscar los empezó a distinguir a medida que se acercaba. Había sobre todo plátanos asomados a las diagonales de grava, un par de eucaliptos descascarados y, dispersos sobre los manchones triangulares de pasto, un limonero, una acacia, un algarrobo y un trio de cipreses hieráticos. Oscar supuso que la misma gente del barrio los habría plantado así para simular cierta improvisación, porque por lo demás la plaza era una losa vencida por el orden. Desde las hamacas, los toboganes y los laberintos de metal que ocupaban el centro, el calor se expandía en ondas negligentes hasta las casas que la rodeaban, para reflejarse en las paredes blanqueadas y regresar en una luz más cáustica”.

El texto precedente es el primer párrafo de “Solo contra los marcianos”, un cuento de El buitre en invierno, de Marcelo Cohen. Es uno de los volúmenes que compré el sábado 15 en Eterna Cadencia. No había visto antes un ejemplar de ese libro. Presumo que fue editado solo una vez. Cuando lo encontré, al leve sobresalto por la sorpresa se le encaballó la emoción. No es lo mismo preguntar a un vendedor “qué hay de Cohen” que recorrer los anaqueles y toparse con un lomo inesperado, destellando entre lo otros que se vuelven momentáneamente opacos e indistinguibles.

Transcribí el párrafo del cuento porque me parece una muestra bastante acabada del estilo singular de Cohen ya redondo, entero y refulgente como una manzana al sol en esa obra temprana.

Pero hay otra razón, fundada en un acto que no puede o no merece ser considerado racional. Hace un rato leí una nota sobre la quema de libros, una medida que toman algunas editoriales por motivos de rentabilidad. Una de ellas es Norma. De los doce libros que tengo de Cohen, cinco son de Norma. Pienso que no habría ni siquiera que gastar en fósforos para poner un anuncio invitando a la gente a retirar libros gratis. Pero sé que es una mirada ingenua y no penetra en los motivos más hondos. La verdad profunda es que el mercado es celoso y dice: “si no lo tengo yo, no lo tendrá nadie”. 

miércoles, septiembre 19, 2012

Cadencia mexicana

“Yo vine por el mezcal”. Le mostré al del bar la enumeración "tequilas, libros, canciones y mezcales" en el folleto y señalé las botellas alineadas contra el fondo de un estante. “Son para un evento privado que viene después”. Ante mi expresión compungida agarró una y la inclinó: ni rastros del gusano. “Un mezcal artesanal”, dijo para consolarme, y alzó y bajó los hombros. En la vereda vendían tequila bajo banderines de colores. “Tomá mezcal, el tequila es para güeros”, me había dicho Nora. Si me tenía que conformar con tequila, al menos iba a esperarlo a Ever. La librería ganó espacio cuando se fueron al bar para la primera lectura. En el friso de voces sobresalió la de Fabio Morábito. Estaba un poco incómoda y lejos, así que cambié la posibilidad de oír mejor por la de arrellanarme en uno de los sillones con un libro de Morábito. Me habría dado vergüenza si hubiese sido la única pero había visto gente que agarraba un libro y se sentaba lo más campante a leer y yo algo de gente tengo. Leí un cuento completo, “Las correcciones”, que me gustó mucho. Después vi la cabeza de donde salía esa voz, esos tonos: rulos apelotonados y orondo bigote. Una especie de joven Vonnegut. Leí unas páginas de la novela de Yuri Herrera que había recomendado Cohen. No me hizo ilusión. Un Walser, Sueños, un poco. Cuando llegó Ever le mostré una frase: Walser había querido que una narradora dijese que se sentía feliz entre libros. Creo que puse el índice sobre el pecho. Es seguro que sonreí. Salimos por los tacos con guacamole y el tequila. Oímos otras lecturas, entrecortadas por el barullo y nuestra propia charla. En la mesa final, Morábito otra vez se distinguió en altorrelieve. No me llevé un libro de él porque ya había separado cinco y la billetera aullaba bajito. Nos despidieron con cantos de mariachis.

miércoles, septiembre 05, 2012

Cuestión de ritmo

Ayer leí la entrevista que Patricio Zunini le hizo a Marcelo Cohen en Eterna Cadencia, donde una vez más se lo oyó hablar del papel esencial del ritmo en la literatura. Hoy venía en el colectivo leyendo Para esta noche, de Onetti, y no podía esperar a llegar a la oficina para leer este párrafo en voz alta:

Tampoco pudo obtener de sí mismo otra cosa que dulzura y apagada tristeza al pensar en Luisa la Caporala, la infinita luz del sol encima del carricoche donde colgaba ella del pescante, muerta, la tosca mano apuntando la reseca huella de barro, el pelo tieso que comunicaba el escondido paso de la sangre desde su cabeza hasta el suelo, y sujetó la imagen para ponerse a pensar furiosamente en Luisa la Caporala muerta, por estar muerta, por cumplir el deber de estirar la mano, él que estaba todavía vivo con su calor, su olor y su respiración en su sombra para sostenerla mientras fuera posible, para no dejarla perderse y morir del todo, para alzarla un tiempo aún por encima de su definitiva mudez y la descomposición en cualquier punto desconocido y subterráneo. Y del deber de mantenerla viva, a ella solamente, a la imaginada escena de su muerte en soledad, pasó a pensar en sí mismo, también como un inevitable deber a cumplir, como única forma de salvarse y perdurar sobre la noche y las noches y una interminable noche posterior, tibia, campesina, terrosa y vegetal, en paz bajo los pasos y la azada, extendido bajo la noche solamente con sus tenaces grillos, y el silencio sostenido sobre todo.

domingo, septiembre 02, 2012

Bajo metralla


La onda expansiva de una explosión arroja a un grupo de chicos muertos por asfixia contra un muro. Así comienza Represalia, de Gert Ledig. Después de acabar la lectura vuelvo a esas primeras líneas, que tanto me habían impactado, y me parecen, por contraste, menos duras.
Los cuerpos que atraviesan la novela son bruscamente seccionados, aplastados, quemados, o se pudren en el hervor de las infecciones. Pero el martirio de la carne no es lo más doloroso. La degradación moral toma la avanzada. No hay compasión ni para los del propio bando. Una chica atrapada entre escombros resulta violada por el hombre que ha caído junto a ella. Un conjunto de soldados borrachos maltrata por diversión a un padre desesperado que busca a su hijo. Es el tiempo del lobo.
El estilo no es particularmente destacable. Algo más de una hora se alinea en sucesos narrados a lo largo de 200 páginas, ni una de respiro. Sebald habla de “staccato”. Recuerdo haber pensado -y quizá lo haya escrito- “leo como si yo misma estuviese bajo metralla”. Pero no es en el estilo donde está la fuerza del libro.
En el epílogo a las conferencias de Zurich sobre guerra aérea y literatura reunidas en Sobre la historia natural de la destrucción, comenta Sebald que Represalia fue “un texto que traspasaba los límites de lo que los alemanes estaban dispuestos a leer sobre su propio pasado” y es por eso que fue rezagado y olvidado. Cuenta Volker Hage en el Posfacio que después del suceso de su primera novela Ledig no esperaba la mala acogida que tuvo Represalia, tanto por parte de la crítica como del público. “El Badische Zeitung”, añade Hage, “expresó con claridad la causa del rechazo de la novela: diez años después de la guerra, el lector rechazaba descripciones ‘en las que se echa de menos cualquier trasfondo y visión metafísica de orientación positiva’”.  Aparecen algunos gestos de compasión, sin embargo, -una frazada cae sobre los hombros de un enemigo medio muerto a golpes, un soldado se expone a las llamas por rescatar a una anciana-, pero no alcanzan para paliar el desánimo.  Sebald dijo que era “un libro dirigido contra las últimas ilusiones”. Me parece una buena razón para leerlo.