viernes, mayo 31, 2013

Recuento de Sátántangó - II



Llega el marido. Futaki se oculta y escucha. El otro a la mujer: hay que huir, esa misma noche, traicionar al resto, llevarse el dinero. Ella, una vez más, sugiere la locura, quizá la propone, “debes estar loco”, dice, con la misma tibieza con que antes dijo “enloqueceremos”. El marido sale a orinar, Futaki aprovecha para escabullirse, se adosa a un muro exterior, espera. Cuando el otro vuelve a entrar, llama. Habla con el marido y nos enteramos del nombre: Schmidt. Futaki lo acusa de querer fugarse con el dinero de todos y de un año y Schmidt lo invita a entrar en el reparto. Será entre ellos y los Kráner. La música se tiende a través de la escena, la cámara se distancia como dejándole lugar. Un cerdo hurga en el barro, bajo el aguacero.
Volvemos a la casa. Futaki está sentado en una de las banquetas, Schmidt en otro lado, doblado, quizá duerma. Mastica alguna cosa Futaki, otea el mal tiempo en la ventana, habla de ir al sur, alquilar una granja, trabajar de vigilante o portero, olvidar. Las moscas incrédulas pasean por la mesa. Ella, práctica, advierte acerca de la policía. Ni la lluvia en los vidrios la refuta.
Los hombres se escrutan, discuten pero sobre todo se miden, mientras la mujer, apoyada contra la pared, sonríe. Por un momento la cámara la encaja entre los dos. No confía Futaki en Schmidt, quiere la plata ahora, así que el otro saca un fajo grueso y cuenta. Apoyada en los hombros del marido, la señora Schmidt sostiene una linterna que echa luz sobre el dinero. Su morro es brutal. Se adivina una astucia animal en los ojos que entrecierra. Alguien toca. Ella mete en el escote los billetes. Una mujer que no vemos dice que Irimías y Petrina están llegando. Schmidt prefiere descreer. “Ustedes están fuera de la realidad”, les dice la señora Schmidt a los dos. Fuera de la realidad, enloqueciendo, locos. Va a la taberna a asegurarse. La señora Kráner llega y avisa: Irimías y Petrina ya están en el pueblo. Recién entonces salen los dos hombres. Caminan bajo la lluvia que se abate implacable. Ahora es más notoria la renguera de Futaki, la ayuda necesaria del bastón.

miércoles, mayo 22, 2013

Recuento de Sátántangó - I



En blanco y negro, o mejor, en grises, en una escena desoladora, un toro intenta subirse a una vaca. Más acá barro y charcos, allá los animales. Se mueven poco, con lentitud, mugen de a ratos. Finalmente se desplaza la manada, el ojo de la cámara la sigue. En los charcos se reflejan árboles y las construcciones descascaradas donde habitan los hombres. La cámara apunta a las paredes pero sigue a las bestias que se dejan ver en los intersticios entre un muro y otro. Se alejan más, se van. Una gallina cruza como un consuelo. Esta secuencia dura unos cuantos minutos. Un ejercicio preparatorio para el espectador, pensé, todas las veces que la vi. Secuencia alquímica, modifica el espíritu con el que se mira, agudiza los sentidos.
En un fondo negro una voz habla del otoño y las lluvias que se avecinan, de Futaki que despierta por el sonido de unas campanadas imposibles: la torre de la capilla cercana había sido destruida durante la guerra. ¿Qué anuncian? Que ellos están llegando. Negro de tan oscuro un interior, salvo por el cuadro de la ventana. Las campanas inverosímiles tocan, a las vez potentes y como diluidas. Lentamente el interior se aclara como se aclara la mente de Futaki que ya se acerca a la ventana y a los objetos que van apareciendo: una mesa, dos bancos. Así empieza una película: alguien despierta, es decir, abre los ojos, acompañamos ese despertar y empezamos a mirar. Como esto ya fue visto, podemos decir: no es tan perceptible todavía la renguera de Futaki. Se aleja. Donde estaba antes, va. Ella pregunta. Él: “Nada. Duerme.” Y al rato: “Tomaré mi parte y me iré esta noche. O mañana a más tardar. Mañana por la mañana”. El tiempo se sucede como las palabras.
Ella se lava la entrepierna en una palangana, en cuclillas, recogiendo la pollera, los zapatos la sostienen sobre un piso sucio, bailan y zumban las moscas alrededor. No se puede ver el rostro velado por el largo y espeso pelo negro. Después, sentada en uno de los bancos, frente a la ventana, de espaldas a nosotros, cuenta una pesadilla. Como si no trajese esa vigilia pesadilla suficiente. Cuando él dice que lo despertaron las campanas ella gira y deja ver por primera vez su cara bestial. Sonríe al absurdo de las campanadas: “Finalmente enloqueceremos”. Pero Futaki sabe interpretar el sonido: “Algo sucederá hoy”.


La dificultad

El otro día, mientras caminábamos por la calle Honduras, le conté a Sergio que había visto de nuevo Sátántangó. No sé si conocés, le dije, es una película húngara, en blanco y negro, de más de siete horas. El director es Béla Tarr. ¿De qué trata?, me preguntó. De la miseria de los hombres, dije, y miré las baldosas. Pero ¿qué pasa? (Hice una pausa para compactar el argumento en una línea). Unas personas trabajan en una granja venida a menos, juntan plata, y llega alguien, un conocido, que los estafa. ¿Eso nada más? Eso, básicamente. Bueno, hay una muerte, pero se vuelve funcional al estafador, es como… un instrumento para forzar la voluntad de los otros, así que sí, es más o menos eso. Ah, dijo. (Acá siguió un silencio oblongo). Yo estoy viendo otra vez el Decálogo de Kieslowski, dijo Sergio al rato.

domingo, mayo 19, 2013

Arar la arena

Publicar cualquier anotación en un blog es, a estas alturas, una perversión, una práctica desajustada. En la era de las redes, el blog pierde su anzuelo. Soporte otoñal, los lectores de blogs se deshojan. No es queja, sino constatación. Placentera, incluso, en un sentido o dos.

miércoles, mayo 01, 2013

Losa



Y es que soy como de piedra, soy como mi propia losa sepulcral, no hay resquicio alguno para la duda o la fe, para el amor o la repulsión, para el coraje o el miedo, en concreto o en general, solo vive una vaga esperanza, pero no mejor que las inscripciones de las losas sepulcrales. Casi ninguna de las palabras que escribo concuerda con la otra, oigo cómo las consonantes rozan unas contra otras con un ruido metálico y las vocales cantan como negros en la feria. Mis dudas se agrupan en círculo alrededor de cada una de las palabras, las veo antes que a la palabra, pero ¡qué va!, la palabra no la veo en absoluto, me la invento. Y esa no sería la mayor de las desdichas, solo que entonces tendría que inventar palabras capaces de aventar el olor a cadáver en una dirección tal que ese olor no nos diera enseguida en la cara a mí y al lector.

Franz Kafka, Diarios, entrada del 15 de diciembre de 1910