jueves, agosto 26, 2010

Samadi

Sin oír, sin respirar ni latir, el tiempo deja de sucederse, y yo estaba ahí convenciéndome de que la vida de los hombres se detiene contra un instante mientras procuran un nombre para llamar al estado de ese instante. No hay muerte, no se mueren -pensé-, todos quedan colgados sobre ese instante que precede a la escritura de la muerte, y yo no moriré mientras pueda trazar estas rayitas contra la oscuridad, o marcar con puntitos de sombra cualquier pantalla iluminada o la conciencia. No estoy muerto, me dije. No pensé “muerto”, pensé en la rayita que yo mismo había creado contra la oscuridad y pensé en lo que ya no era yo: alguna sed que ya no sentía ni era dolor. No hay más dolor que pueda doler contra el fondo de la muerte. ¿Habría muerto así ella, Vera? Ahora pienso que también ella debió haberse preguntado algo parecido antes de morir.

Fogwill, "Help a él"

lunes, agosto 23, 2010

Levrero, tres de tres: El lugar

El carácter atroz del segundo laberinto en el relato de Borges “Los dos reyes y los dos laberintos” está dado por la ausencia de límites visibles. El rey se encuentra atrapado en la vastedad del desierto. En última instancia no es el desierto sino el propio cuerpo -con sus requerimientos- el lugar de donde no es posible escapar.
El lugar está dividido en tres partes y en cada una hay modalidades diferentes de un laberinto -conforme avanza la lectura crece la sospecha de que se trata de uno solo. En la primera, toma la forma de cuartos sucesivos a los que no se puede retornar una vez abandonados. La progresión a través de los cuartos se asemeja a la del ciclo vital: vacíos al comienzo, más o menos cómodos después, se degradan hacia el final, plenos de escombros y ratas. Lo peor son las salidas engañosas. En esta primera parte, hay una playa cercada por los paredones de cemento -la larga oruga de los cuartos- y el océano insalvable.
En la segunda parte el laberinto desemboca en un patio. Una vez más parece haber salida: uno de los límites del patio es una verja con un portón de hierro que puede ser abierto sin dificultad. Abierto a la selva cerrada y sus fieras. El siguiente recodo es un poblado escenográfico.
Al final de la tercera parte el hombre arriba a la ciudad de la que provino y a la definitiva desesperanza. Entendemos que quizá el lugar abarca todo espacio donde el hombre se lleve. Como los cuartos del comienzo los interrogantes no tienen fin.
“Ahora que la ciudad, mi ciudad, me resulta ajena y aun repulsiva, pienso que estoy repitiéndome en mi actitud de aquel otro lugar. Que no lograré aproximarme realmente a ninguno de mis amigos, ni a Ana, ni a ninguna otra mujer; que sólo los utilizaba para olvidar la soledad, para evadirme de este, ser que me habita, que me odia, que me obliga a actuar en contra de mí mismo.
Sí, ahora veo que siempre me moví entre extraños, sin amarlos; y que yo mismo soy un extraño para mí. Tan ajeno como esta ciudad, como esta casa, como aquella otra ciudad y sus selvas y túneles. El extraño soy yo.”

Levrero, dos de tres: París

De La ciudad se sale tren, a París se llega en otro. “El viaje había sido insensato. Ahora lo sabía”, dice el que vuelve a París después de una travesía de 300 siglos. No es que le parezca insensata la descomunal duración del viaje, sino que al llegar la estación y él mismo permanezcan invariados. ¿Qué buscaba al partir? No lo dice ni parece recordarlo. En algún momento elaborará una teoría que no hará más que reavivar la aplacada desesperación. Como el viaje, una teoría inservible. Esa figura del viaje inútil signa la novela. Lo que se narra es una sucesión de esperanzas que se frustran.
Al principio, París es una siesta. La identidad del hombre se desdibuja en el polvo y la grisura. “Quizá hay en el polvo acumulado algo que me impresiona, que me inclina al respeto”. Polvo acumulado, la marca de una temporalidad desquiciada, laberíntica. Huella por ausencia de huella, el polvo se deposita porque no es hollado. Más allá de los siglos en tren que dejan al hombre rosa y calvo, “como recién nacido”, la percepción del paso del tiempo es inestable. “Hay un desajuste en el tiempo que me está desesperando”, se dice a solas y refleja en los tiempos verbales que usa ese desajuste: en una misma oración se alterna el uso del presente y el pasado -“Oscurecía, y ya hay algunas luces encendidas allá afuera”.
En medio de un clima de por sí ensoñado, el hombre, que no come ni duerme, se empeña en soñar despierto. Evasión y trampa: muchas veces desea y no puede salir, como de la misma ciudad. No puede manejar la duración de su estancia en los sueños y mientras duran vive dividido. El sueño es tan real para él como la vigilia -Levrero dijo en alguna entrevista que los sueños comportan experiencias reales- pero esas dos realidades “palpables y completamente distintas” pueden tornarse sumamente incómodas cuando las visiones de la vigilia y del sueño son simultáneas. Aparece necesariamente la figura del doppelgänger, su representación literal: se puede ver al hombre y su doble caminando lado a lado hasta encontrarse y fundirse. El otro medio de evasión es el vuelo -en una caída le brotan alas. Vuelos, sueños, quizá metáforas de la escritura. “¿Qué es lo que me ata a este lugar?”, pregunta sobre el final. La respuesta llega en forma de pánico.

miércoles, agosto 04, 2010

Levrero, una de tres: La ciudad

Señala Roberto Calasso en K. que sobre la historia del guardián de la ley que narra el capellán en El proceso se han escrito numerosas glosas, una de las cuales la escribió el propio Kafka: El castillo. Otra de esas glosas podría ser la novela de Mario Levrero La ciudad.
Contaré la novela en un párrafo. Un hombre sale en busca de querosén para calentar la casa -ajena- a la que ha llegado y se pierde, primero a causa de la oscuridad y la lluvia y después por la mera distancia: se aleja. Llega con una mujer al caserío que un observador de un oscuro reglamento -guardián de la ley, por decir así- llama ciudad -“sin ironía”, “hasta con cierta pompa”. Aun cuando el sentido de permanecer en la ciudad es impreciso, se dificulta la partida, no siempre por coerción externa.
Las marcas temporales y espaciales son exactas y vagas a la vez. Sin fecha, se sabe que el domingo amanece a las 5:37 -una, que gusta de estos juegos, se pone a dar pasos adelante y atrás: si domingo es el que amanece, entonces todo sucede entre un viernes que es el día del extravío y un martes con tren. En un mapa figura una “Ciudad de San Pedro y San Juan”, que el hombre asocia con ciudades argentinas, pero esos mínimos indicios se desbaratan con referencias en otras lenguas. Apenas se menciona hacia el final Montevideo, como destino.
Despuntando la lectura noté que lo vasto -la casa primera, la estación de servicio, la ciudad misma- se describe muy someramente, mientras que lo nimio es desmenuzado. De esa manera se conforma el relato: sensaciones vívidas, reflexiones detalladas, en un entorno difuso. En el capítulo 11 de la primera parte encontré una confirmación gráfica de esa impresión inicial. En una pared de la oficina de quien aloja al hombre hay cinco láminas. Dos tienen el mismo tamaño, las que siguen son cada una menor que la anterior. La primera muestra un corte de la estación de servicio -que parece ser el corazón del pueblo o ciudad-; la segunda refleja una ciudad, pero de manera tan minuciosa -“figuraban, manzana por manzana, los cortes de las viviendas con todas sus habitaciones diferenciadas”- que resulta confusa; la tercera es, quizá, la República, aunque no se indica cuál; la cuarta, el continente; la quinta, el planeta.