viernes, diciembre 16, 2011

¿Sonriendo?

Esta mañana leí el primer capítulo de El castillo en la traducción de Miguel Sáenz (comparé el primer, pero sólo el primer párrafo con la versión de Vogelmann en Emecé, hay por lo menos una diferencia de importancia, se habla allá de una “colina” cuando acá es “el cerro del castillo”). No recuerdo haber tenido antes la impresión (o si la tuve no fue tan fuerte) de que K. está simulando. "El castillo lo había llamado agrimensor [...] eso no lo favorecía, porque indicaba que el castillo sabía de él todo lo necesario, había sopesado la relación de fuerzas y había aceptado la lucha sonriendo". ¿El castillo le sigue la corriente a un simulador? Esta sensación se apuntala con la conversación entre K., Jeremias y Artur. ¿Por qué les pregunta K. si son sus antiguos ayudantes? ¿Qué esconde, para aceptar sin más la vaga respuesta que le ofrecen? ¿Entra K. también en la lucha sonriendo? 
(Y busco compañía en el genial Calasso, que me dice: “¿Fue llamado K. o sólo quiso ser llamado? ¿Es el legítimo titular de un encargo, por modesto que sea, o es un fanfarrón que se hace pasar por algo que en realidad no es? K. se muestra escurridizo acerca de este punto, a pesar de su habilidad y tenacidad en el análisis. No queda del todo claro lo que sucedió antes del «largo, difícil viaje» que lo condujo hacia el Castillo. ¿Recibió una convocatoria, o bien emprendió el viaje precisamente para obtenerla? No hay modo de saberlo con certeza. En cambio, existen muchas maneras de agravar y exasperar la incertidumbre.”)

miércoles, diciembre 14, 2011

Máscara

En estos días vi dos documentales sobre Thomas Bernhard. En uno se dejan ver los aparejos usados para la filmación y a Bernhard esperando que el escenario esté dispuesto. Se muestran los artefactos, se desnuda el artificio. En el otro, le dice a un periodista azorado después de una perdigonada de respuestas brutales: “No soy fácil, ¿eh?” Y se ríe. ¿Qué son esa pregunta y esa risa sino un voluntario desenmascaramiento?

Oscuro


No tenemos nada que decir, sino que somos lamentables, que hemos sucumbido por imaginación a una monotonía filosófica-económica-mecánica.
Instrumentos de la decadencia, criaturas de la agonía, todo es claro para nosotros, no comprendemos nada. Poblamos un traumatismo, tenemos miedo, tenemos mucho derecho a tener miedo, vemos ya, por más que indistintamente, en último término, los gigantes de la angustia.
Lo que pensamos ha sido ya pensado, lo que sentimos es caótico, lo que somos es oscuro.
No tenemos que tener vergüenza, pero no somos nada tampoco y no merecemos sino el caos.
Agradezco, en nombre personal y en el de aquellos a quienes se distingue hoy conmigo, a este jurado y muy especialmente a todos los aquí presentes.
 
Fragmento final del discurso de agradecimiento de Thomas Bernhard en ocasión de la entrega del Premio Nacional Austríaco de Literatura, 22 de marzo de 1968.

domingo, diciembre 11, 2011

Tarkovski, la selección: 3. Nazarín, de Luis Buñuel


Para hablar de Nazarín Tarkovski comienza con una advertencia: “Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca -escribió Tarkovski en un libro-homenaje a Luis Buñuel, en 1979-, muchos de sus detalles pueden parecernos hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo, algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle de un fresco”.
No sé si no supe calibrar la distancia para verla, pero en líneas generales no me gustó Nazarín. La vi tres veces tratando de buscar a qué aferrar algún entusiasmo. Pero tengo la manía de desconfiar de los personajes sin fisuras y me abrumó la bondad monolítica del padre Nazario. Para más pesares, Francisco Rabal, en la piel del sacerdote y al menos en la primera mitad de la película tiende a independizarse de las palabras que pronuncia. Es desconcertante verlo aunar una monótona recitación con la exuberancia en la gestualidad corporal. Era bastante joven por ese tiempo y me consta que después se lució en otros papeles.
Fuera de eso y esforzándome por ser justa, visto el fresco como en el conjunto muestra algunos aspectos de interés. No sufre este sacerdote de Buñuel, como los de Bresson y Bergman, una crisis de fe, aunque sí se enfrenta a la iglesia como institución. O mejor: es la iglesia la que lo aparta. Lo que le reprochan las autoridades a Nazario es su ascetismo y su predisposición incondicional a auxiliar a cualquiera que lo necesite, lo que, según parece, es contrario a sus prácticas. En una charla con un superior, éste le dice que “sus costumbres están en pugna con las de un sacerdote y afrentan a la iglesia”. También hay una crítica a las diferencias entre clases sociales. A las dos mujeres que lo acompañan y que corren el riesgo, con él, de ir a la cárcel, les dice: “Ya sé que por nuestra humilde condición la justicia humana no cuidará mucho de nosotros. Pero la divina no ha de dejarnos indefensos”.
La generosidad sin medida de Nazario no tiene lugar en este mundo: es más lo que estorba que lo que ayuda. Se suceden los ejemplos: el cura guarda en su habitación a una prostituta que huye después de una pelea y la mujer incendia el lugar, arruinando a la malhumorada pero bienintencionada casera; ya echado a los caminos, propone trocar trabajo por comida, lo que le vale el odio de los otros trabajadores y desata un tiroteo; una mujer moribunda por la peste rechaza su ayuda. Va a la cárcel, lo golpean, no se defiende. Un ladrón le dice lo que ya iba sospechando: “¿Pa’ qué sirve su vida? Usté pa’l lado bueno, yo pa’l lado malo. Ninguno de los dos servimos para nada”. Apenas consiguen que no lo cuelguen. Se entrega manso a su destino, Nazario. En el gesto abatido del final se trasluce que ha llegado a conocer mejor a los hombres.

miércoles, noviembre 16, 2011

Como quien dice


Lela, mema: lamborghinizada. Cierto, a veces destroza sintaxis, Lambor, tan Ghini, pero otras la deja in-có-lu-me y es peor la rompe dura. Pongamos: “Nadie había en el cuarto -yo había. Haciéndome en el cristal mirado, pasé, fui, viré en un círculo supuse, me deshice”. Uno diría: “yo estaba”, “habiéndome en el cristal”, y así. Uno. ¿Y por qué? ¿Necesariamente estaba y no había? ¿No me hice en el cristal también, cuando miré? Ya puestos: se diluyen las frases hechas en el paladar. Una rugosidad. Ah, las palabras.

jueves, noviembre 10, 2011

Segunda visita a El caballo de Turín, de Béla Tarr


Hace un tiempo fui a ver esta película con una amiga. Mi impresión inmediata fue que no estaba entre las mejores de Tarr. Fue variando. Unos cuantos días después seguíamos hablando del desamparo y la desesperanza que nos habían agobiado en el cine. Pasa con algunas grandes obras: la erosión del tiempo desuella las sensaciones y las hace más vívidas.
No hace mucho vi Melancholia, de Lars Von Trier. Me gustó, en particular por el enorme trabajo de Kirsten Dunst. Pero recuerdo haber pensado: Tarr no necesita que un planeta choque con la tierra para hablar del fin del mundo. En seis días se hizo el mundo, en seis lo deshace. Dice Tarr: “Lo que quise fue mostrar una visión muy simple y pura de la vida. Nuestra vida se construye día a día y, pese a la rutina, siempre es distinta; conforme pasa el tiempo nos vamos haciendo más débiles hasta desaparecer. No tiene que ver con una posición fatalista, es algo irremediable y que se presenta de una manera lenta y silenciosa”.
Ayer la vi de nuevo. En esta segunda vuelta presté más atención a dos momentos en que me parece que exponen o concentran algunas ideas que como el viento soplan a lo largo del film. El primero es la visita del hombre que va en busca de “palinka” (algún aguardiente, supongo). Trae noticias de las ruinas en que el pueblo (pero, ¿qué pueblo?, bien podría decir “el mundo”) se está convirtiendo y sugiere que se debe a la perversión de los hombres (“Sólo la ruina está completa”, decía el Príncipe de Werckmeister Harmoniak; a propósito: creo que se pueden trazar varias relaciones entre las dos películas). “No hay dios ni dioses”, dice el que viene por alcohol, y los nobles, los destacados, los brillantes están exhaustos, “cómo el fuego que dejó de arder en el prado”. El otro momento es la lectura del libro de los gitanos. Habla de los lugares sagrados, de cómo han sido profanados y de la necesaria ceremonia de arrepentimiento. El discurso del hombre que busca con qué emborracharse y las palabras de ese libro están relacionados, para mí, ahora.
También me detuve en algunos gestos puntuales. Entre las rutinarias ocupaciones con las que llenan los días, padre e hija se turnan para mirar por la ventana. Miran un paisaje árido azotado por el viento incesante. En uno de los últimos días (una voz en off ha dicho que al viento ya no le queda qué arrasar, no tiene obstáculos que se le interpongan) el viejo se ubica frente a la ventana pero deja caer la cabeza. Es desolador. Otro: en medio de una oscuridad (que pronto será irremediable) la chica mira fijamente una pared iluminada por una luz que se apaga muy lentamente.
En definitiva, me pareció bellísima. Una película como ésa no se va a estrenar en el cine comercial, pero no es difícil conseguirla. Es la última de un director con una carrera (la palabra parece inapropiada tratándose de Tarr) asombrosa.

miércoles, octubre 26, 2011

Un poema de Olga Orozco

GAIL HIGHTOWER

No quería más que paz y pagué sin regatear el precio que me pidieron.
William Faulkner, Luz de Agosto
Yo fui Gail Hightower,
pastor y alucinado,
para todos los hombres un maldito
y para Dios ¡quién sabe!
Mi vida no fue amor, ni piedad, ni esperanza.
Fue tan sólo la dádiva salvaje que alimentó el reinado de un
     fantasma.
Todos mis sacrilegios, todos mis infortunios,
no fueron más que el precio de una misma ventana en cada atardecer.
¿Qué aguardaba allí el réprobo? ¿Qué paz lo remunera?
Un zumbido de insectos fermentando en la luz como un fruto,
la armonía de un coro sostenido por la expiación y la violencia,
y después el estruendo de una caballería que alcanza entre los
     tiempos ese único instante en que el cielo y la tierra se
     abismaron como por un relámpago;
esa gloria fulmínea que arde entre el estampido de una bala y el
     trueno de un galope.
Aquella fue la muerte de mi abuelo.
Aquél es el momento en que yo,
Gail Hightower veinte años antes de mi nacimiento,
soy todo lo que fui:
un ciego remolino que alienta para siempre en la aridez de aquella
     polvareda.
¿Qué perdón, qué condena,
alumbrarán el paso de una sombra?

El alma de los hechos


Sobre el final de Luz de agosto, un hombre llamado Stevens cuenta cómo fue que mataron a Joe Christmas y establece el motivo por el que buscó amparo en la casa de Hightower. Y uno, que escuchó a Byron pidiéndole a Hightower que intercediese, que lo salvase asegurando que Christmas estaba en su casa la noche del asesinato, uno que vio a la abuela visitándolo en la celda y contándole el plan de Byron, y antes de eso a Christmas cansado de ocultarse, dejándose cazar, cree saber que no es “una quimera, una fe ciega de algo leído en la Biblia” lo que lo condujo a la casa del pastor. Es que Christmas no quiere ser salvado. Pero cada narrador de Luz de agosto cuenta su visión parcial de los hechos y la entremezcla con lo que deduce. Frente al libro lo que obtengo es una suma de perspectivas que a veces se contraponen. Finalmente mi visión también es parcial. Trato de encimar las miradas y trazo mi hipótesis a partir de la coincidencia de unas cuantas. Pero, ¿qué sé, yo? Es lo inquietante de Faulkner: relampaguea el suceso en el relato de cada narrador, pero no estamos seguros de si lo que vimos no será puro espejismo. ¿Y de qué otra forma es aprehensible lo que llamo “hechos” o “suceso”? Onetti le hace decir en El pozo a Eladio Linacero: “Se dice que hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”.

viernes, octubre 21, 2011

Tarkovski, la selección: 2. Los comulgantes, de Ingmar Bergman


La segunda película de la lista tiene varios puntos de contacto con la anterior. Tomas Ericsson es un pastor protestante en lucha consigo mismo, pero en este caso la crisis de fe se ha afincado. Arrasado, sin el candor del otro, debe enfrentar el vacío de su existencia, la soledad. Si el sacerdote de Bresson estaba enfermo del estómago, éste sufre de la garganta: la voz pronuncia palabras en las que no cree. Por eso es incapaz de prestar ayuda. El otro se asombraba de entregar una paz que no tenía; éste no puede obrar ese milagro. Malvive atormentado porque abrió los ojos y le hirió lo que vio. La luz quebró la imagen ideal de su dios. (La traducción del sueco al español del título original es Luz de invierno. Así es la lucidez: alumbra, pero no reconforta).
Al comenzar la película, Tomas, con un rictus severo en el rostro, ofrece una misa a unos pocos feligreses que se hastían en los bancos (“Las misas solemnes y el mal teatro son lo más largo que hay en el mundo”, dice Bergman). La secuencia se extiende por varios minutos. El organista aprovecha la mano libre para relojear el reloj. Una nena se duerme redondamente estirada en un banco, incivil y sincera en ese simulacro montado para nadie. El acto aparece vacío de sentido. La máscara adusta de Tomas encubre su sufrimiento.
Después de la agobiante celebración, se acerca un matrimonio para hablar con él. Jonas Persson, un pescador, carga una tristeza inubicable que por economía endilga a los chinos y la posibilidad de la bomba atómica. En verdad es la maldad de los hombres lo que aborrece. “Confiemos en Dios” dice el pastor y por primera vez Persson lo mira a los ojos. Tomas tiene que bajar la mirada: ha sido descubierto. Cuando lo intenta ayudar tropieza: “Me siento tan impotente, no sé qué decir. Comprendo su angustia... pero hay que vivir”. “¿Por qué hay que vivir?”, dice el otro. Sin respuesta a su pregunta y notando la turbación de quien debiera ser su guía el pescador se va. Cuando vuelve, hablan de la posibilidad del suicidio. El pastor no lo tranquiliza. Primero busca una causa que pueda aprehender, aislar, neutralizar fácilmente: dinero, enfermedad, la relación conyugal. Sin tener de qué aferrarse se confiesa el pastor con el pescador, quizá porque lo considera afín, alguien que sufre como él ante lo absurdo de la vida, a la que no le encuentra ninguna finalidad después de la muerte de la esposa y de falta de una respuesta a sus ruegos (“el silencio de Dios”, dirá más tarde). La confesión de Tomas a Jonas (los roles trastrocados) es el momento crucial del film, porque al desgranar la reflexión sobre su herida Tomas concluye con la aceptación de que es posible que Dios no exista. Gunnar Björnstrand es un formidable intérprete, digno del texto de Bergman, ineludible:
“Mi esposa murió hace 4 años. La amaba. Mi vida había terminado. No temo a la muerte, pero no tenía razones para vivir. Pero seguí, no por mí, sino para ser útil a los demás. Tenía sueños de grandeza, supongo. Iba a ser un hombre notable. Ya sabes, sueños de juventud. No sabía nada de la maldad. Cuando me ordené era inocente como un niño. Entonces, todo ocurrió de golpe. Me enviaron a Lisboa como capellán durante la Guerra Civil Española. Me negaba a aceptar la realidad. Mi Dios vivía en un mundo especial y ordenado, donde todo cuadraba... Entiéndeme, no soy buen pastor. Creía en un Dios absurdo, privado, paternal, que amaba a los hombres pero a mí más que a nadie. ¿Entiendes mi terrible error? ¿Ves que mal pastor tiene que salir de un hombre tan angustiado? ¿Te imaginas mis oraciones a un Dios que era mi propio eco, benévolo y tranquilizador? Si confrontaba a Dios con la realidad que veía, se me volvía feo y abominable...una araña, un monstruo. Por eso le ocultaba de la luz y le abrazaba en las sombras, en soledad. Sólo enseñe mi Dios a mi esposa. Ella me apoyaba, me alentaba, me ayudaba, tapaba las grietas de nuestros sueños. […] Perdóname si he hablado atolondradamente, pero todo me sale de repente. Si de verdad Dios no existe, ¿qué más da? La vida cobra sentido. ¡Qué alivio! La muerte se vuelve una extinción, una desintegración. La crueldad de los hombres, su soledad, su miedo, todo resulta obvio, transparente. El sufrimiento no precisa explicación. No hay creador, ni Dios Padre, ni finalidad”. En este parlamento desenvuelve Tomas las etapas de su relación con Dios: ideal, monstruo, ausente. (En otra película de la trilogía que Bergman llamó “El silencio de Dios”, Como en un espejo, Karin ve a Dios bajo la misma figura, una araña, lo que provoca su espanto). Cuando Jonas se va, en la soledad, bajo un rayo de luz (esa luz de invierno) que le aclara la tez el pastor repite las palabras del Evangelio: “Dios, ¿por qué me has abandonado?” Lo que sigue es desencadenamiento: “Ahora soy libre, libre por fin”. Jonas confirma después el fracaso de Tomas como pastor, pegándose un tiro.
El amor, como en otras películas de Bergman, aparece de manera tortuosa, más como condena que como motivo de dicha. Funciona como prisma: a través de él, podemos ver un aspecto de las personas que de otra forma permanecería velado. En este caso deja al descubierto la esterilidad del corazón de Tomas. Märta, una mujer que lo ayuda en los asuntos de la iglesia, con quien en el pasado mantuvo una relación, le declara su adoración en una carta. Su sumisión e incondicionalidad significan para el pastor una pesada carga. Le escupe todo su desprecio, ella se resguarda en el despecho.
Otra misa cierra la película, no como círculo sino como espiral descendente. Antes, el sacristán le habla a Tomas del Evangelio y de su interpretación de la soledad y el dolor de Cristo. El mayor dolor: el abandono de los discípulos (“comprender que nadie te comprende”) y luego de Dios, en la cruz. Duplica Algot, el sacristán, sin saberlo, lo dicho por Tomas. Esta segunda misa se celebra ante un auditorio todavía más magro que el anterior, lo que vuelve evidente el rito como simulacro.
No conozco películas malas de Bergman. Es desasosegante la honestidad cruda, áspera, con que desnuda a los personajes. Creo que esto proviene de una reflexión de Bergman sobre sí mismo (como la de Tomas, digamos). Hace un tiempo, mientras miraba el excelente documental (en tres partes: cine, teatro, Fårö) que Marie Nyreröd realizó sobre Bergman, en el que traza paralelos de las películas con episodios de su vida, tuve la sensación de que filmaba como si se desentrañase. Ésa es la razón de que cada vez me conmueva. En Los comulgantes el pastor muestra en los diálogos ansiosos, los párpados que aprieta la angustia, su íntimo sufrimiento. Pero no es sólo su intimidad la que queda a la intemperie. Un pase de magia y es uno el que se queda tiritando, desconcertado, preguntándose qué ha podido pasar.

miércoles, octubre 19, 2011

Lo inane


El libro mayor de Cohen habla del intrincado -tanto en geografía y como en lenguaje- Delta Panorámico con sus flaycoches, monitorios y el vicio de perderse en otro mediante la panconciencia, pero sobre todo de la vida encajonada de un vendedor mayorista de ropa interior y de lo que le pasa cerca: la venta que ralea en el negocio, los hijos que dejan la adolescencia y despuntan inclinaciones que les van demarcando un factible futuro -música uno, diseño de ropa otra- y la mujer que también anda inclinándose, hacia la escultura, ella. Más precisamente hacia un escultor. Que lo engaña, vamos. Todo a mano con o sin Delta. Me acuerdo de estas cosas hoy que Cohen me trae noticias de Larkin, mientras avanza el subte y me trae en su panza de lombriz. Y llego y anoto lo recién pensado, a lo que quizá no vuelva más tarde: que entiendo el gusto de Cohen por calzarse el sayo de Larkin para traducir Ventanas altas. “Me lo tomé como escritura propia, es decir, no sólo como un trabajo profesional, sino como un ejercicio espiritual, por así decirlo”, dijo el día que lo vi en la Feria del Libro, aunque eso se lo oí decir mucho después. Larkin arma poemas sobre el pasto cortado, una pareja que pasa, una invitación para una velada letárgica, el dinero periódico. Se lo acusó de provincianismo. Y Cohen, como quien levanta el escudo de otro: “Cuando una vez le dijeron que algunos lo criticaban por pintar una vida irreversiblemente anodina, replicó: ‘Me gustaría saber cómo pasan ellos el tiempo. ¿Matando dragones?´”.