viernes, agosto 30, 2013

El medio de la vida

Pensar, cuando uno ha dejado de ser joven, y cuando todavía no es viejo, que uno ha dejado de ser joven, y todavía no es viejo, quizá represente algo. Detenerse, hacia el término de la jornada de tres horas, y considerar: la holganza siempre más sombría, el dolor siempre más claro; el placer, todavía ahí porque ha sido, el dolor ya aquí porque será; el acto gozoso convertido en voluntario, en espera de que se empecine; el jadeo y el temblor hacia un ser ido, un ser que ha de venir; y la verdad que ha dejado de serlo, y la falsedad que aún no lo es. Y, a pesar de todo, tomar la decisión de no sonreír, sentado a la sombra, escuchando el canto de las cigarras, deseando que fuera de noche, deseando que fuera el amanecer, diciendo, no, no es el corazón, no, no es el hígado, no, no es la próstata, no, no son los ovarios, no, es muscular, es nervioso. Entonces, la rabia se acaba, o prosigue, y uno se encuentra en el pozo, en el hoyo, en el deseo del deseo ido, en el horror del horror, y uno está en el hoyo, al pie de todas las colinas al fin, en las pendientes, en las cuestas, y libre, libre al fin, por un instante libre al fin, en fin, nada.

Samuel Beckett, Watt

jueves, agosto 22, 2013

Qué

¿Qué podemos alcanzar a conocer de Watt? Aun si estiramos el entendimiento como dedos. Watt habla sin apego por la sintaxis, la gramática, la pronunciación, en voz bajísima. El otro, el que narra o vuelca, admite no escuchar con nitidez su murmullo impetuoso: oye poco, comprende una parte, suple con invención. Lo inteligible se opaca todavía más en los últimos tiempos de Watt al servicio Mr. Knott, cuando altera el orden de las frases y hasta de las letras. La comunicación es imposible pero Watt sigue adelante, o retrocede, continúa, en todo caso, en alguna dirección, acarrea las palabras deshechas como su facha desastrada.
A la llegada de Watt, el que ve a lo lejos su figura piensa que puede ser “un paquete, una alfombra, por ejemplo, o una porción de lona enrollada y envuelta en papel oscuro, sujeta con un cordel atado en la parte media”.
En el momento de partir lo encuentran desmayado en la estación de tren, le tiran un balde con agua, contenido y continente, miran cómo su sangre se mezcla con el barro. Es un esperpento empapado, con sombrero y bolsas, que espera el tren que lo lleve al fin del trayecto, el más lejano.
El trabajo de un qué para un no, según parece, es indefectiblemente ruinoso para el qué.
Advertencia en la línea final de la Addenda: “No se vean símbolos donde no los hay”.

martes, agosto 06, 2013

Recuento de Sátántangó - IV

Dentro del ocho que delimita el prismático -alrededor todo es negro, como en cualquier mirada, ineludible recorte- Futaki se asoma a la ventana. Suenan campanas. Futaki oye las campanas, también el que espía. Somos tres. Se distrae la vista en paredes derruidas, una canilla abierta, gallinas. El campo espera más allá, la arboleda estorba la línea del horizonte, por acá pasan troncos, rueda, barril, desperdicios varios, puerta, techo, un interior y ya no hay largavistas para la vista corta, el que miraba se deja ver, un viejo que se sirve pálinka y fuma. “Ese lugar huele como el infierno”, había dicho el chico. Rebusca en una pila de cuadernos hasta que da con el que dice FUTAKI en la tapa. Toma el lápiz, consulta la hora, anota lo que hace el otro. Como yo. Pero él sabe más, lo conoce. “Futaki está aterrorizado… tiene miedo de morir”. Dibuja el viejo las líneas de la casa de Schmidt, revisa una estantería con cientos de cuadernos, saca uno y compara el croquis actual con uno antiguo. Todo se repite para mí: Schmidt sale, Futaki espera subrepticio tras una pared y después entra como si no hubiera estado ahí hace un momento. Lee un poco, ése al que llamarán “doctor”. “Es fascinante ver la erosión provocada por el agua y el viento a la orilla del Ponticum, cuando el mar sobre la gran llanura retrocedió. Parecía un lago poco profundo, como lo es ahora el Lago Balaton”. Se duerme. Ronca sin estruendo, con la cabeza echada hacia delante. Reposa en su corpachón.
La señora Kraner trae comida caliente. Ya no vendrá. Toma un cuaderno el doctor y anota lo que acaba de ocurrir. “K tiene un plan”, sospecha. Al querer incorporarse se derrumba arrastrando frascos y latas. A gatas alcanza la cama. “Parece que me emborraché un poquito”, se miente. Descubre una porción de nalga y clava la aguja. Llegan el alivio y las ganas de beber. No queda más pálinka. Sale a la noche emponchado, lleva la damajuana. Avanza la espalda enorme y encorvada por un camino barroso. La lluvia es feroz. Se guarece en unos galpones, donde dos mujeres manosean su desamparo. Se acerca en busca de calor. Una le ofrece otro fuego, que rechaza tres veces. Prefiere un cigarro. No son buenos tiempos para las prostitutas. Al despedirse se desean suerte. Hay una cierta ternura en esa comprensión del mutuo infortunio.
En lo oscuro la lluvia no amaina. El doctor se mueve penosamente tratando de llegar a un local iluminado. Una nena le sale al paso, lo estorba, lo hace caer. La niebla espesa el espacio entre los árboles. El viejo vislumbra a lo lejos las figuras de Irimías, Petrina y el chico. Llama, débilmente, no oyen, cae. Kelemen lo encuentra, lo ayuda a subir al carro. Se alza el doctor para insistir en procura de lo que lo hará caer otra vez. El carro y los dos caballos que lo arrastran se alejan. Alejarse por los caminos, eso es lo que la gente suele hacer acá. Ellos van, el narrador se queda y cuenta: “Él anheló echarse en un cuarto cálido, ser cuidado por dulces enfermeras, beber a sorbos una sopa caliente, entonces girar hacia la pared. Sintió tranquilidad y liviandad. Refunfuñando el conductor repetía en sus oídos: Doctor, no debería haberlo hecho. No debería haberlo hecho...”.