lunes, septiembre 30, 2013

Las cosas que hay que ver

En El camarín de las musas está pasando algo sorprendente. Una familia es despachurrada ante -o entre- el público por el hijo desfasado. Con el filo de las palabras hurga en las vísceras. Ya con sus gestos, con su sola ladeada presencia, desnuda a los demás. El escenario a ras del piso, las butacas tan cerca -sentada en primera fila, recogía los pies por temor de que los actores se tropezaran- propician la ilusión de verse involucrado en un clima de creciente violencia. Algunos espectadores terminan las frases, opinan, insultan al padre por lo bajo. Se entrometen. Al final, todos estamos dentro metidos. No hay forma de zafar.
La obra se llama El loco y la camisa, está hace rato en cartel y por el raudo vuelo de las entradas en cada función creo que perdurará algún tiempo.

viernes, septiembre 27, 2013

Madrugadas

Es tarde ya. Fiodor Mijailovich acoge en su cuarto al mendigo, le cede su cama. Cabecea después, en una silla. Duerme de a ratos. Temprano por la mañana y tras la partida del huésped alguien llama a la puerta. Pero en este punto tengo más sueño que curiosidad. Cierro el libro, formo o se forman las palabras: “No más visitas por hoy”. Y enseguida, en un pensar menos instantáneo que el otro, desmenuzo la frase. No más visitas, no más páginas, que ya no entre nadie. Era yo la que dormitaba en la silla mientras otro usurpaba su cama. Lo veía, oía su ronquido, lo olía -me alivió que Fiodor abriese las ventanas. Por estas cosas me gusta la expresión “sumergido en la lectura”. A veces en nuestra habitación respiramos el aire de otra, del que la letra es medio, conducto. Para quien nunca lo experimentó, la lectura es poca cosa. Varias páginas atrás él había dicho: “la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón”.

lunes, septiembre 16, 2013

Luna, valle, rocío, muerte


A la hora del lobo Korin entra en un bar de estación de micros y se acoda en la barra junto a otro hombre. “Todo se ha envilecido”, le dice. El otro fuma y calla. En una mesa alejada, una pareja de ancianos con aspecto de mendigos, uno mugriento y con enormes lipomas, la otra de boca hundida por ausencia de dientes, comienza un manoseo afiebrado. Los veo, aunque los leo. La impresión que tengo es que coreografían los lamentos de Korin. Él también soba a su pareja, diciendo. Borracho, balbucea. Hace rodar lentamente una palabra, como si la palpase a oscuras -y la palabra es “horripilante”. El otro, como la mujer, se deja hacer. ¿Quién es ése a quien Korin llama “querido ángel”? ¿Un sacerdote de Jerusalén? ¿Un estafador? Es de madrugada, hay humo en el aire, vino en la mesa de los mendigos. No hay colores en esa bruma indistinta. La escena parece sacada de una película de Tarr y es casi eso: el discurso de Korin en Ha llegado Isaías, de László Krasznahorkai, por tramos es idéntico al del visitante de El caballo de Turín. De aquel que acude al cochero por pálinka dice Tarr que es “una sombra nietzscheana”; Rancière lo llama “el profeta nietszcheano”. También Korin, entonces. No hay dios ni dioses, anuncian uno y otro. No existen el bien ni lo sublime. El vuelco en la Tierra se ha producido ya y es irreparable. Quizá la diferencia entre el visitante y Korin sea que en el monólogo del segundo se deja oír un repiqueteo, digamos, bernhardiano, el chirrido al intentar ajustar los significados mediante la repetición. Habrá que buscar Guerra y guerra, ahora, después del tiro y el desfallecimiento. Es difícil mensurar lo sucedido en Ha llegado Isaías pero las primeras líneas de Guerra y guerra dan una pista: “Ya no me importa morir, dijo Korin, y tras un largo silencio, señalando un estanque cercano, preguntó: ¿Aquello son cisnes?