lunes, marzo 31, 2008

Nocturno en ruta

Leía como si hubiese sido designada Observadora, deteniéndome a cada paso para mirar mejor. Me asombraba la extrema sensibilidad del narrador: cada mínimo acontecimiento parecía posarse sobre una piel llagada, los sentidos abiertos, hospitalarios. En eso estaba cuando tropecé y caí de boca en un párrafo que me reflejaba, que me leía, por una parte, y por otra teñía lo que alcanzaba a ver fuera del libro y del micro: las puntas erizadas y amarillas de unos pastos, el trozo de ruta que los faros iluminaban o creaban -esto último puede considerarse un síntoma de la contaminación. Otro giro y el pasaje se miraba a sí mismo. Después de varias páginas, ésa era la verdadera introducción. Aldo se abría paso al meollo del misterio a machetazos de palabras. Al terminar la primera lectura me recosté sobre el respaldo -me costaba sostener el peso de la cabeza. Volví a leer el párrafo tres o cuatro veces, antes de seguir adelante. El interés que sentía por el libro viró a la sospecha de que me acercaba a una fuerza centrípeta, la promesa de una progresiva succión de la conciencia. Era como el estado de alerta instintivo que se experimenta ante la proximidad del peligro, un aviso de aguas profundas.

"Siempre que evoco el recuerdo de los primeros tiempos de mi estancia en las Sirtes, se me representa con intensa vivacidad la sensación anormalmente exagerada de extrañamiento que sentí desde el primer instante, y se me aparece siempre preferentemente ligada a aquel velocísimo viaje. Resbalábamos como por el filo de un río de aire frío que la carretera polvorienta iba jalonando de pálidos resplandores, cayendo de nuevo enseguida la oscuridad opaca a ambos lados; a lo largo de aquellos caminos apartados, en los que tan improbable parecía ya cualquier encuentro, nada tenía comparación con la vaguedad indecisa de las formas que se esbozaban desde las sombras para volver a desvanecerse inmediatamente en ellas. Con la falta de toda referencia visible, sentía crecer en mí aquella ligera y progresiva atonía del sentido de la orientación y la distancia que nos inmoviliza antes de cualquier indicio, como el aturdimiento inicial de un mareo, en mitad de un camino en el que nos hemos extraviado. Sobre aquella tierra paralizada en un dormir sin sueños irrumpía por todas partes la inmensa y asombrosa fosforescencia de los astros, reduciéndola como una marea, y exasperando el oído hasta un afinamiento mórbido con su crepitar de chispazos azules y secos, como cuando sin querer aguzamos el oído ante la presencia del mar presentido en una remota lejanía. Arrastrado en aquella carrera exaltante hacia lo más cavernoso de la oscuridad pura, me bañaba por primera vez en aquellas noches del sur, desconocidas en Orsenna, como en el agua de un bautismo. Algo me estaba prometido, algo se me estaba revelando; sin explicación alguna penetraba en una intimidad algo angustiosa; aguardaba el nuevo día ofreciéndome ya con mi mirar ciego, igual que se avanza con los ojos vendados hacia el lugar de la revelación."

Julien Gracq, El mar de las Sirtes

Ya que estamos en el tema

Hablando de vivir absurdamente: la semana pasada me encontré con Nori (recién llegada de Perú) y Lau en mi bar preferido del centro, donde la vida es buena; cuando Nori andaba por la altura de Cuzco escuché los acordes de una de Zeppelin, me eyecté de la silla y con firme y decidido paso me dirigí al lugar de donde parecían emanar; en The Cavern había un concurso de bandas de covers; volví al bar y les dije a las chicas que era necesario que fuéramos; nos llevamos el resto de vino, sobornamos a la de la boletería con una galletita peruana (yo le había ofrecido chocolate en rama barilochense y había dicho no, cómo tira la xenofilia); un rato más tarde, ya con Laura ida, es decir sin Laura, escuchamos con Nori a una banda que versionaba a Creedence; el cantante llevaba una peluca levemente pelirroja y fuertemente casquiforme; cuando volvía del baño me crucé con una cucaracha presurosa y le sonreí.
Y cuando haya salido fuera de tu círculo no seré ni habrás sido.
Caetano Veloso, Oración al tiempo

Sesenta y cuatro

Me dice que se sienta a la mesa con las manos llenas de palabras, las ordena, las apila y por unas horas, a veces por días, ese orden retiene el sentido, pero que después se desdibuja aunque las palabras sigan ahí, como si se soltaran las manos mientras no las mira, se desencadenaran. Se empeña igual, ensucia papeles, hasta con gusto por lo efímero del asunto, como si escribiese en la arena consciente de las olas que todo lo alisan, o con tizas en el suelo de la plaza. Para representar más fielmente lo pasajero, la tinta debería esfumarse después de unos minutos, la permanencia falsea esa esencia, me dice. Le digo que voy a quemar por ella esos papeles, sin siquiera leerlos, para no transmitirles nada de mi mirada. Un rito para que pueda recomenzar. Las palabras están todas siempre, para qué acumularlas, le digo. Las palabras escritas son la moneda en la boca de los muertos. Scripta volant, le digo, y enciendo el fuego.

miércoles, marzo 12, 2008

Colores

Esta mañana, como a las nueve o nueve treinta, mientras me vestía y tomaba unos mates, miraba, con intermitencias, Antes del amanecer, por TNT. En ese canal pasan las películas dobladas, así que de a ratos sólo escuchaba y podía seguir el hilo sin fijar la vista en la tele -cosa difícil de hacer cuando el cuello de la remera está buscando asentarse en la base del propio, por ejemplo-, pero con la desventaja de tener que soportar esos tonos de voz punzantes de los doblajes. Transcurría, durante los pocos minutos que corrieron mientras mi pereza para prepararme a salir de casa los veía pasar y se mantenía impasible en sus trece, la escena en donde la pareja se encuentra con un poeta al paso. Denme una palabra, les daré un poema que la contenga y después me podrán pagar, decía, más o menos. Dijeron sí, escribió y leyó. Era bueno el poema repentista, yo también hubiese pagado (pagué, de cierta manera, es decir, pagué ese fragmento de la película con mi tiempo). En el último verso brillaba adverbialmente un aún, que me gusta en los finales, porque instala en el borde la continuidad y quizá la inminencia. Pero me voy por las ramas. El poema, decía, estaba bueno. A la chica le gustó también y ensalzó al poeta. Entonces él dijo: seguramente lo tenía escrito y agregó nuestra palabra en cualquier verso. Ella lo miró seria, preguntó qué, él dijo nada, nada. Salí de casa pensando cómo me gustan, sobre un fondo rosa, las salpicaduras en negro.