viernes, marzo 31, 2006

Yo no soy ese espécimen...

... sino éste. No está muy presentable la foto, pero es lo que tengo a mano, por ahí después la saco y pongo algo como la gente.

jueves, marzo 30, 2006

Donde quieres lo libre soy decasílabo

Onde queres o ato eu sou o espírito, e onde queres ternura eu sou tesão.
Onde queres o livre decassílabo, e onde buscas o anjo eu sou mulher.
Onde queres prazer sou o que dói, e onde queres tortura, mansidão.
Onde queres o lar, revolução, e onde queres bandido eu sou o herói.
"Os quereres", Caetano Veloso.

Escritura automática

Corrijo una entrevista. Mientras tanto, pienso: Tantas horas. Me seco, me deshidrato, sí, como una planta. Bajo la luz artificial, me vuelvo artificial como la luz, plástica, callosa. Pierdo mi permeabilidad a los estímulos, parte de lo que considero que me constituye, la parte de mí que más me gusta. La espontaneidad, la impulsividad: lo humano. Tecleo, suprimo, revuelvo hasta encontrar la palabra justa, recorto, pego, pinto. Un autómata con un diccionario en la cabeza y algunas combinaciones listas para usar.

Y sin embargo

Leo el post anterior (¿post, posteo?, no manejo el dialecto bloggero) y veo que tengo que subir (vi que le dicen “colgar” también) otra cosa enseguida. Probemos con esto.
Cuando leía En el camino, me había dado el raye de escuchar sólo jazz (porque el del libro va de acá para allá, saltando de un club de jazz a otro). Iba los martes al San Martín (ciclo Jazzología), esas cosas. Por ese tiempo debo haber escrito lo que sigue. Lo leo ahora y me parece demasiado pretencioso. Es una mezcla de un viaje en tren a Lobos y algo de música en casa, esa noche o al día siguiente.

Confusión

En la tarde pringosa de abril (había llovido, todavía quedaba mucho por llover) ella escribía como una zombie, quiero decir que dejaba correr los dedos casi sin pensar, escuchaba a Duke Ellington, pensaba (anhelaba) la laguna y las hojas secas mezcladas con barro, que quedan tan bien alrededor de cualquier laguna en abril.
Cuando llegaron a Merlo tuvieron que esperar todavía un buen rato por el otro tren. Se sentaron en los bancos de cemento procurando escaparle un poco al sol y al cansancio. El otro tren parecía más bien un camión, los pastos se movían a los costados, unas vacas también pasaron. Y todavía tener que seguir viajando, ahora en micro, llegamos, llegaron a laguna, que era casi su definición, un charco grande de agua, barrosa a los costados. Digamos que estorbaban un poco para esta descripción un caserío (por llamar de algún modo a cuatro casas y dos negocios, o poco más), no los pocos botes, algunos mareándose sin ganas en el agua casi calma.
La otra se acercó pero ella no la miró hasta que le habló. Se estiró en el pasto, no le temía a la quemazón del sol, le habló de otra mujer que escribía y soñaba con esa laguna, que escuchaba la música, sí, en esa misma laguna la otra, la tercera mujer, digamos, escuchaba jazz y estaba en los dos lados, en el teclado y en el pasto, le picaban las hormigas coloradas y sacudía la pierna y se rascaba después, buscando entre el pasto, blando a causa del agua anterior, el hormiguero para ponerse más lejos. Le habló del hombre que se había acercado al quizás único kiosco cercano para comprar cigarrillos, ese hombre que era de la otra, de la tercera, como dijimos que la íbamos a llamar, tenía ese mismo pelo dorado y fumaba esos cigarrillos todo el día. La tercera tocaba las teclas como un piano siguiendo la música, hacía que el pasto que estaban viendo fuera verde claro, oscuro o amarillo, que la intermitente sombra del sauce la cubriera o que el sol se moviera de golpe un poco más allá para pincharle la cara, como ahora. Era tan triste aunque ahora no parezca, él no volvía todavía, así que no le quedaba más remedio que seguir escuchando la voz de esta otra. Ella, alguien, pensaba que alguna vez debería limpiar las teclas de la computadora. Seguía escribiendo, la canción ya no era la misma, se le quebraba la voz a Ella Fitzgerald como vidriecitos o espejos. Mientras tanto, algunas nubes se hacían cada vez más oscuras, y cuando ya la voz de Ella se rompía del todo, escuchó un trueno, exagerado para tan poca agua. Se inclinó un poco para acariciar al gato, la lluvia corría afuera, del cielo al patio, sin apuro, por ahí más tarde por fin cayera con más fuerza.
Se estremeció cuando él le tocó el hombro. “Te habías quedado dormida”. Se tiró a fumar al lado, silbaba “Sophisticated Lady”. Las primeras gotas empezaron a mojarle la cara, que se había puesto caliente por el sol de hacía un rato. El se fue abajo del techito, a esperar que escampara. Ella se quedó un momento antes de levantarse, sintiendo que las gotas la tocaban con timidez, daban ganas de animarlas a largarse de una vez, que se volvieran chorros, ríos de agua que le empaparan la ropa y la adhirieran a la tierra, la confundieran en un solo barro con el fondo oscuro y fresco de la laguna, la devolvieran a la nada.

miércoles, marzo 29, 2006

Mejor me callo

Me gusta Beckett porque intenta decir lo que no puede decirse (estuve releyendo cosas de él hace poco, culpa de la nota de Rushdie). A veces puede, a veces no y narra con preciosista detalle su frustración. La imposibilidad de nombrar. Y sin embargo. En este sentido, me consuelo pensando que el fracaso de Beckett es mayor que el mío, porque es evidente que no soy tan inteligente ni tan instruida. Así que si él no puede decir, qué me queda. Uno debería quedarse mudo y dejarle ese laburo a los que tienen mejores herramientas para abrirse paso. A propósito de lo que no se puede decir, pero se dice, como sea, entre papeles viejos encontré esto, que anoté una tarde, hace años, en una biblioteca municipal: “Escucho la ruina de todo el espacio, vidrio hecho pedazos y edificación que se viene abajo, y el tiempo una lívida llama final. ¿Qué nos queda, después?”. Ulises, James Joyce, Bs.As., Santiago Rueda Editores, 1945 (p.25).

sábado, marzo 25, 2006

Sadomasoquismo (o cómo escucho I’m gonna crawl, de Led Zeppelin)

[empieza con violines llorosos, parece el tema de un meloso the end hollywoodense, entonces aparece la batería encauzando lo que se iba a cualquier lado, hasta que uno se da cuenta de que la distracción estaba bien calculada, la quejosa voz de plant explica:] oh, she's my baby, let me tell you why, hey, she drives me crazy, she's the apple of my eye [la batería pa, pa, pa, pa, pa, panaaaan, y acá, inmediatamente después, la queja se vuelve rugido] 'cause she is my girl, and she can never do wrong, if i dream too much at night, somebody please bring me down [esto último cantado así: daaaaaaaaoooouu, en un grito como una llamarada que se ahoga, se apaga, se consume al final, sin llegar nunca a la n; se recupera ahora] hey, i love that little lady, i got to be her fool [(tremenda mina debe ser)] ain't no other like my baby, i can break the golden rule, 'cause i get down on my knees, oh, i pray that love won't die and if i always try to please, i don't know the reason why, yeah [todo esto mucho más fuerte que lo anterior, él está reclamando desesperadamente] if she would come back, only stay with me, every little bit [con cada every little bit, que se repite tres veces, bonzo golpea y golpea, acompañando, pero impiadoso] of my love, i give to you girl [la batería como latigazos, después guitarra ondulante, sube, mantiene el agudo y baja, y otra vez, todo duele tanto y es tan dulce] i don't have to go by plane, i ain't gotta go by car, i don't care just where my darling is, people, i just don't care how far, i'm gonna crawl, i don't care if i got to go back home, i don't care what i got to stand to her back, i'm gonna crawl [aaaaaaggggggjujú, la garganta se cierra con dolor y se abre con júbilo] i'm gonna move the car, baby she give me good lovin, yes, i love her, i guess i love her, i'm gonna crawl.

viernes, marzo 24, 2006

El nombre de mi blog

Me preguntaron por el nombre de mi blog. En principio, iba a llamarse “Al tun tun” (no es que me había partido la cabeza pensando y salió eso, fue el primer impulso, está contado en mi primer post), pero Blogger no me dejó. Entonces me acordé de la frase con la que empieza Ricardo III (al que lea esto: no podés no ver -fórmula Sarlo, después explico, ya bastante me estoy yendo al carajo con el paréntesis- Buscando a Ricardo III, con Al Pacino), “Ahora, el invierno de nuestro descontento…”. Tampoco. Así que cambié la v por la f, y ahí sí, pase usted. Tiempo después puse la frase en el Google y apareció un texto de Steinbeck con ese nombre. Pero hoy se me dio por buscarlo en inglés y el tipo tituló The winter of our discontent. Así que es el invierno y no el infierno. El infierno es todo mío. Qué alivio.

Sí, Sarlo. Bueno. En las clases recomendaba libros con esa fórmula, como: “No pueden no tener el Diccionario de Mitología de Grimal”. Era mucho más efectivo que decir “deben tener”, porque así uno se sentía flor de idiota por no tenerlo.

miércoles, marzo 22, 2006

76 bis

Hoy le pregunté a mamá si lo que me acordaba era así o lo había soñado. Me dijo que era peor que eso. Llegaban al barrio con megáfonos avisando que no se acercaran a las ventanas porque había un “operativo”. Así que no era sólo su dulce voz diciendo “Chicos…”. Mamá dice que se acuerda de Marcelo, mi hermano, que tendría alrededor de 10 años, gateando en cuatro patas por el pasillo de casa, donde no había ninguna ventana, pero por si las moscas. También de los gritos de una chica que se llevaron de la columna de al lado, pasaron por la terraza (yo vivía en un barrio de monoblocks) y bajaron en el ascensor de nuestro edificio. “Eso lo tengo grabado”, me dijo. Pienso en lo que debe haber sido eso para mis viejos, en lo que sería ahora para mí. En Operación masacre (la leí hace muchos años, no puedo ser muy específica), alguien juega al ajedrez, para, ruidos, se llevan gente, él está del otro lado, detrás de una persiana cerrada, escucha. Yo leía y pensaba “pobre tipo, tener que escuchar eso sin poder levantar un dedo”. La impotencia en ese instante debe ser algo tan doloroso, un veneno que deja sus marcas en las tripas, algo de lo que uno no se puede recuperar nunca del todo.
Hoy, en canal 7, van a hablar sobre el papel de la justicia y la iglesia en esos años.

76

Leyendo a Aydesa. En el ’76 tenía cuatro años. En el '83, 11. Nunca entraron en mi casa a buscar a nadie, ni en la de mis familiares. Con mucho esfuerzo puedo recordar vagamente a mamá cerrando las persianas y diciendo, cuando escuchábamos ruidos (como) tiros: “Chicos, no se acerquen a las ventanas”. Ése es el único miedo que recuerdo, minúsculo, en medio de tanto terror de otra gente. Quién sabe lo que pensaba, qué otros cucos habría en mi cabeza.

Piro piró

Los comentarios en el blog de Piro murieron el domingo y al segundo día resucitaron.

Bayer

Están dando en canal 7 una serie de programas sobre la dictadura. Hace un rato terminó una emisión sobre el impacto en la cultura. Espero que la haya visto mucha gente. Me quedo con el testimonio de Bayer. Parece ser que un día se lo encuentra a Walsh en la esquina del Trust Joyero Relojero, y le dice Walsh: “¿Qué hacés acá?” “¿Y vos?” “Te tenés que ir. Vos escribiste eso de La Patagonia Rebelde.” “Y vos, Operación Masacre”. “Pero Osvaldo, vos te tenés que ir”. Mientras tanto, miraban la vidriera del Trust. Así que se decían estas cosas terribles sin poder siquiera mirarse a los ojos. Imaginarme esa escena me llenó de ternura. Los dos apoyándose, cuando estaban igual de jugados. “Ésa fue la última vez que vi a mi querido amigo”, dijo Bayer.

lunes, marzo 20, 2006

Palabras

Estoy leyendo -no ahora, ahora tipeo, lógicamente, para que ahora, alguien, lea, o no, para que estén las palabras ahí, fuera de mí-, la nota de Rushdie sobre Beckett en La Nación. Transcribo este pasaje que él reproduce de El Innombrable: “Tal vez estén por ahí, en alguna parte, las palabras que importan, en lo recién dicho, las palabras que correspondía decir, unas pocas bastan. Ellas dicen ellas, refiriéndose a ellas, para hacerme creer que yo soy quien habla. O yo digo ellas, refiriéndome Dios sabe a qué, para hacerme creer a mí mismo que no soy yo quien habla. O, más bien, hay silencio, y así sucesivamente, usted comprende lo que quiero decir, empiezan las palpitaciones, pero también una conciencia de la belleza, de una cosa que está siendo dicha que se dice con dificultad porque no es una cosa fácil de decir, y el decir una cosa difícil no carece de importancia, estamos demasiado enamorados, más que medio enamorados, en nuestros días consentidos, con facilidad". Ay, madre santa.
Me
levanto a buscar mi Molloy, encuentro esto: “No querer decir, no saber lo que se quiere decir, no poder decir lo que se cree querer decir, y decirlo siempre, o casi, esto es lo que importa no perder de vista, en el calor de la redacción”. Y, más adelante: “Decir es inventar. Sea falso o cierto”. De “Textos para nada” tomo esto otro: “¿Qué es esta cosa innombrable, que yo nombro, nombro, sin usarla, y llamo a esto palabras? Es que no he dado con las buenas, las que matan, de las acritudes de este infame pienso todavía no me han subido a la garganta, de este torrente de palabras, con qué palabras nombrarlas, mis palabras innombrables”.

martes, marzo 14, 2006

24-M

Me acordé, casi siempre por esta fecha me acuerdo, de ese poema de Gelman que ya conoce todo el mundo, pero lo busco y lo leo una vez más. Cada vez que lo leo, a mí, me mata. Por ahí alguien mete la pata y se cae en este agujero y resulta que no lo conoce, así que lo copio:

te nombraré veces y veces.
me acostaré con vos noche y día.
noches y días con vos.
me ensuciaré cogiendo con tu sombra.
te mostraré mi rabioso corazón.
te pisaré loco de furia.
te mataré los pedacitos.
te mataré una con paco.
otro lo mato con rodolfo.
con haroldo te mato un pedacito más.
te mataré con mi hijo en la mano.
y con el hijo de mi hijo
muertito.
voy a venir con diana y te mataré.
voy a venir con jote y te mataré.
te voy a matar
derrota.
nunca me faltará un rostro amado para matarte otra vez.
vivo o muerto
un rostro amado. hasta que mueras
dolida como estás
ya lo sé. te voy a matar
yo
te voy a matar.

¿Quién estoy?¿Dónde soy?

Recién estuve leyendo el texto de Susana Cella en Kaputt sobre los 30 años del golpe. Habla de estos 30 años, más que de aquel 24 de marzo. Del vaciamiento cultural en ese tiempo. En “El pozo”, Linacero dice: “Detrás de nosotros no hay nada, un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”. Habla, claro, de Uruguay, de la falta de tradición. Y acá, ¿cuántos gauchos quedaron, de esos años?

No aclares que oscurece

Ajustando un poco los conceptos anteriores, veo que puse indistintamente “sentir” y “pensar”. En el pensamiento, en la idea, las palabras ya están (“la base está”). Las ideas se manifiestan en palabras (el lenguaje crea pensamiento, no se cansaba de decir Sapir). Pero, de todas maneras, al pasarlas al papel, cambian. La organización necesaria en el texto escrito "traiciona" las ideas. “No me tale”, dice mi sobrinito cuando no aparece la palabra que busca. A mí, a veces, tampoco. Encima, como decía, uno escribe para otros. Dejémonos de joder con eso de “yo escribo para mí”. A lo sumo se escribe para uno y para otros, cuando no es sólo lo segundo. Uno piensa para sí mismo, pero escribir es, ya dije, otra cosa. Pongamos este otro ejemplo: X va a ver, digamos, Capote. Mientras está devorándose la película siente una inquietud, un cosquilleo, hasta que le llega por fin la idea (percepto, afecto, concepto, cantaba mi queridísimo Deleuze, tan poético siempre). La idea sería que todos capoteamos cuando escribimos. Surgen palabras, pero son como chispazos aislados. Entonces X llega a su casa, se sienta y escribe. Lo que escribe, es ya otra cosa. Cuando lee, antes de subirlo al blog, y corrige, vuelve a cambiar.

domingo, marzo 12, 2006

Capote

Vengo de ver Capote. No voy a hablar del fabuloso trabajo de Philip Seymour Hoffman, eso ya lo dijo todo el mundo, incluido don Oscar. Otra idea me estuvo martillando la cabeza, mientras veía la película y después: cómo la escritura cambia al escritor. El tal Capote, por lo menos en el film, es un tipo insoportablemente cínico, en gran parte porque todo lo que hace está subordinado a la literatura. La amistad, el amor, le sirven en la medida en que lo ayuden a escribir. Un hombre debe morir pronto para que salga a tiempo la novela. Se me ocurrió, en otra escala, claro, que todos participamos un poco de ese factor Capote cuando escribimos. Pongamos, por ejemplo, este caso: uno está infinitamente triste y va a la compu o, si no se puede levantar de la mucha tristeza agarra la bic y escribe en el papel que tenga a mano, los Kleenex, yo qué sé. Al escribir, el sentimiento se transforma. No digo que se aminore, aunque puede pasar. Cambia. Puede que estemos llorando y el texto sea un consuelo, puede que no estemos llorando y al empezar a escribir nos “demos manija” y lloremos. (Perdón por la cursilería, pero necesito un ejemplo extremo, y no deja de ser cierto). La cosa es que la acción de escribir transforma ese sentimiento inicial en algo diferente, lo lleva a otro estado, lo evapora o lo licúa. Siempre, al final, lo solidifica (en palabras). Parece obvio, pero no sé: escribir no es lo mismo que pensar. Escribir puede ser una manera útil de reflexionar, un medio, pero sin duda apenas nos ponemos a trabajar con las palabras, las ideas se contaminan. El escritor es un disector. Desmenuza lo que piensa y siente y lo separa un poco de sí, es inevitable y necesario. Encima, para colmo, uno escribe para que otro lea. Quizás trate de no pensar en eso, pero en la corrección final está ya el ojo del otro ahí, al acecho.
Me encantó esta película.

martes, marzo 07, 2006

Rascador de cabezas


Alemana probando invento argentino en espécimen local.

domingo, marzo 05, 2006

Domingo

Hoy estuve releyendo La vida breve, de Onetti. Me gustó esta frase: “desperdiciado el domingo desilusionante”. Hoy es domingo. Los domingos son días sin expectativas, ya que uno sabe lo que viene después, el lunes, y qué se puede esperar de un lunes. El domingo es entonces onettianamente desilusionante y casi siempre lo único que se puede hacer es dejarlo pasar, es decir, desperdiciarlo. Busco un cuento que escribí hace años, que surgió de una conversación sobre Onetti con Marcelo. Él me decía que con solamente “El pozo” se podría armar un taller de escritura. Yo le dije que iba a escribir un cuento que podría salir de ese taller y se lo iba a mandar. Es éste. Se publicó acá. Esta página está abandonada hace rato pero ahí sigue boyando, barco fantasma. De ahí lo rescaté (y lo corregí un poco), porque no lo tenía guardado.

Tren

a Marcelo Garmendia

Son las nueve. Tengo que levantarme y simular que estoy de acuerdo con todo: con el colectivo, las escaleras del subte, el sol sobre la avenida Corrientes, los teléfonos, el encierro. Pero en algún momento voy a sentarme para escribir: la noche está toda volcada en las olas que golpean la arena. Diana duerme. Si yo pudiera dormir así, con esa cara impasible. Pero mis ojos son más grandes que la habitación, por eso salgo, al encuentro del sonido y del brillo de la luna sobre el mar.
Si Diana recordara como yo, no tendría tan inmóviles los párpados, ahora. Pero yo tengo que doblar el cuerpo, sentarme en la arena, agachar la cabeza y dejar de ver y oír, para traer a la chica del tren, la de años atrás, la de hoy, que me invade los ojos que ya no ven el agua negra.
Conozco esa cara, me digo cuando sube, tropezándose, al vagón. Tiene cara de perra o de loba, los dientes casi entreabriendo los labios apretados, la mandíbula fuerte y orgullosa.
Se desocupa el asiento de al lado, y lo ocupa con un -¿Cuántas faltan para Moreno?-, y no sé si se dirige a mí o al espacio que llena mi cuerpo, si le está hablando al cloqueo del tren. Elijo responder -Tres. Y después -Yo me bajo ahí. No elijo esa segunda oración, la sensación inmediata del ridículo. Ahora sí, me mira. No conozco esos ojos, no pude haberlos mirado y olvidarlos. No son de perro ni de lobo, son de algún animal que no puedo definir.
Por un rato nadie habla. De golpe me suelta las palabras en la cara: -¿Va a visitar a alguien? -No, vuelvo a mi casa- y así el resto del tiempo, poco, que tardamos en decir -Bueno, llegamos-, y estirar las piernas.
Bajo en la estación, ayudándola a no enredarse en la pollera. Que no está apurada, dice, que sí, sí tomaría algo fresco.
Le digo que me espere un momento, llamo a Diana, que hoy me tengo que quedar en Capital, que pensé que iba a poder ir, que nos vemos mañana.
Dos o tres horas pasan cerca nuestro, sin rozarnos. Después veo a un amigo, prefiero no contarle nada todavía. Voy rumiando una pena dulce, mientras me acerco a la estación.
Los jeans siguen mojándose, es mejor levantarse y caminar un poco. En el agua fría termino de disolver la boca ávida, el pelo negro, bailándole en la espalda cuando se iba, la sangre tiñendo las piedras, entre las vías (ella había dicho “la vida es una mierda” y mordió las sábanas). El cuerpo que ahora todos podían ver no tenía relación con el que me había mostrado antes. Éste era más agresivo en su quietud, más obsceno.
Diana duerme, me repito, como un conjuro. Quisiera compartir su sueño blando. O no, está tan acostumbrada a tenerme al lado que quizás una pierna inquieta esté buscándome en la cama.
Ya voy, Diana.
Y ella nunca me habló. Es cierto que miré la pollera, negándose a destrabar las piernas. Es cierto que pensé en un momento que iba a aullar, cuando miró hacia arriba. Porque no me miró a mí, porque le busqué los ojos y se movió más rápido, por eso no pude ver de qué eran esos ojos. Después la vi entre las vías, pero ya no era ningún animal.
-¿Llamaste al imprentero?- grazna mi jefa, desde su oficina.
-No- digo, mirando una vez más la noche extendida por mí como un mantel sobre el escritorio, el mar que se sacude, la luna, a la que ahora tapan algunas nubes.