domingo, junio 09, 2013

Recuento de Sátántangó - III



Dos andan calles. El viento agita hojas desprendidas de árbol y de papel. No sé si se abren paso los hombres por entre el aire belicoso o si son ellos los que provocan esa furia en los elementos.
Llegan a un edificio, esperan en un pasillo blanco, frente a una puerta blanca. Todavía no sabemos que son Irimías y Petrina, aunque podemos suponerlo. Dos relojes en la estancia marcan horas distintas, las dos erróneas. Dice Irimías acerca de uno: “Muestra la perpetuidad de la indefensión. Nos asemejamos a él como ramitas en la lluvia: no podemos defendernos”. Un funcionario los interroga y les indica que se equivocaron de piso. Van al que es, les piden citación y documentos, llenan planillas, les preguntan por qué después de ser liberados no buscaron trabajo. Estuvieron en la cárcel, entonces. Schmidt, antes, había dicho que estaban muertos desde hace año y medio. El capitán dice que no respetan el trabajo. Dice que la libertad no es humana. “A la gente no le agrada la libertad, le teme”. Los invita a colaborar. Una invitación algo forzada. No tienen opción. No pueden defenderse.
Llegan a la taberna, los acecha un sonido agudo y ululante. Pide silencio Irimías y todo parece quedar suspendido, no solo las acciones sino también las cosas y la gente, como si levitaran de intención, aunque permanezcan en su sitio. Todo se detiene menos el ruido. “Haremos estallar todo”, dice Irimías, y después especifica: “Reventaremos a todos”. Se dirigen al caserío, rabiando: “Son unos siervos y lo serán toda la vida”. Por el camino les sale al paso un chico. Dice que avisó Kelemen, el conductor de autobús, que venían. Los vio en la taberna. El chico hace un recuento de las actividades de cada cual en la granja. Resumen de situación. La música de acordeón se extiende por la llanura barrosa y sin gente. Nada salvo unos árboles ralos que bordean el camino. Viento sobre lo arrasado. Erosión.
Luz que hace foco en unos escalones y una puerta. A través de la luz pasa rauda el agua al bies. Irimías y Petrina entran. Dice el narrador cosas como “hora del amanecer, lo rojo cubre el agitado horizonte” y también “él vio la noche huir hacia el otro lado”. Lo que dice se parece al canto del acordeón que no cesa.

miércoles, junio 05, 2013

Ciudades imaginadas

Escucho otra vez “Bienvenido Bob” narrado por su autor y recuerdo que ya hace tiempo me había llamado la atención que Bob, antes de que el paso del tiempo lo transmutara en Roberto, imaginase la construcción de una ciudad junto al río, como Brausen. Pienso ahora, ahondando en esa vía, si la invención de Santa María y su verificación o solidificación al hacer pie Brausen en ella no es un intento de recuperar sueños de juventud, la juventud por añadidura, sus múltiples posibilidades, la despreocupación por el futuro -algo de esto se vislumbra en ese lugar de pasaje que es el departamento de la Queca con su “aire irresponsable”-, en fin, una forma de la inmortalidad. Pienso si ese Juan María Brausen casado con una mujer a la que le quitaron un pecho y llora calladamente por las noches a quien le ofrece el miserable consuelo de que quizá “se pueda” tener un hijo, con un empleo por debajo de sus posibilidades, ese hombre gris equiparable a Roberto “que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una gorda mujer a quien nombra ‘mi señora’”, no pretende, por medio de Santa María, regresar a un estadio anterior, volver a ser un Bob.


Un principio

"-Mundo loco- dijo una vez más la mujer, como remedando, como si lo tradujese".

Juan Carlos Onetti, La vida breve