lunes, agosto 22, 2011

Viaje por la llanura

Mihály Vig palabrea poemas de Sándor Petöfi. (Se me disculpará el uso del rebuscado “palabrea”. Iba a poner “recita”, pero el verbo acarrea una dureza que la voz de Vig no tiene. Deja caer las palabras, sin descuidarlas. Hace rato, varias películas, que me va pareciendo que estos húngaros, los que acompañan a Tarr al menos, hablan como si no esperasen nada, ni venturas ni desgracias, ni siquiera una reacción del que oye). Se aleja Vig por un camino de tierra: canción del borracho que se tambalea cuando baja a la bodega, se golpea, le sangra la nariz. Pero el vino es tan bueno, dice, qué le voy a hacer, dice, si el vino es tan bueno. Va y viene el vino (porque el poeta sin amor ni dinero puede beber tres veces más que los otros), esquivando o entrometiéndose entre palabras de muerte, de amistad, de dolor. De amor, también, aunque esquinado. Sobre todo, la muerte omnipresente (la visión de un hombre que porta guadaña, en el sembradío, paraliza al poeta: “Estoy en medio de la llanura, como una estatua, rígido. La pradera se cubre de un silencio sepulcral, como un cadáver que se cubre con un sudario”), y su reverso, la vida en fuga. Final: “La vida es como una vasija rota y desechada, de cuyos bordes lame el viejo mendigo la costra de comida reseca”.

Para callar

El que habla, el que busca, el innombrable: “Nos ponemos a hablar como si pudiéramos dejar de hacerlo con sólo querer. Es así. La búsqueda del medio de hacer parar las cosas, acallar su voz, es lo que al discurso le permite proseguir”. Letanía, con variaciones, hasta la última línea: “En cualquier caso no voy a poder seguir. Pero debo seguir. Voy a seguir”.
En una entrevista que Charles Juliet le hizo a Beckett en 1975 encuentro: “La escritura me ha llevado al silencio”. Y después de una pausa: “Sin embargo, tengo que continuar”.

martes, agosto 02, 2011

No se puede vivir sin…

En la última página de Bajo el volcán encuentro, además de la otra, aséptica, que alerta sobre los cuidados del jardín mientras la gente muere (de sucia manera), la frase que acechaba al cónsul en la puerta de Laruelle: “No se puede vivir sin amar”. Lo cual explicaría todo (dice el cónsul). ¡Pan, desdentados! Porque el amor de Yvonne el cónsul no puede tomarlo. No puede beberlo. El garguero ocupado en… lo que lo ahoga, que no es alcohol. Si hasta parece que el mezcal abriese canales para respirar. Cartas de amor, no faltan. Pero se desarman las palabras. No es que se desmoronen: pierden sus armas, la sal (de la tierra) con la que venían. Lúcido ojo del bebido, escarcha: “¿Habría estado leyendo Yvonne las cartas de Abelardo y Eloísa?” Y un poco después: “sin duda Yvonne había estado leyendo algo”. La bolsa de libros o la vida. “¿La nena se ha comido todo su Spinoza?”, le dice Fitzgerald en El Crack-Up a la mujer que le sugiere, no, le impone, una descripción para su grieta. La cosa es: el amor del cónsul no alcanza a Yvonne, al otro lado del abismo. Y no es que el cónsul no haya llorado ante la virgen de los que no tienen a nadie, implorando (“con el corazón turbio y palpitante”) que la trajese de vuelta. Ésas fueron sus cartas, hasta que se le rompió el corazón. Tampoco ella leyó.

“¿En qué lugar lejano seguimos caminando asidos de la mano?”

lunes, agosto 01, 2011

Aguja de navegar entre tinieblas: no otra cosa será su literatura.

Jorge Semprún, en el Prólogo a El volcán, el mezcal, los comisarios..., de Malcolm Lowry