"Siempre que evoco el recuerdo de los primeros tiempos de mi estancia en las Sirtes, se me representa con intensa vivacidad la sensación anormalmente exagerada de extrañamiento que sentí desde el primer instante, y se me aparece siempre preferentemente ligada a aquel velocísimo viaje. Resbalábamos como por el filo de un río de aire frío que la carretera polvorienta iba jalonando de pálidos resplandores, cayendo de nuevo enseguida la oscuridad opaca a ambos lados; a lo largo de aquellos caminos apartados, en los que tan improbable parecía ya cualquier encuentro, nada tenía comparación con la vaguedad indecisa de las formas que se esbozaban desde las sombras para volver a desvanecerse inmediatamente en ellas. Con la falta de toda referencia visible, sentía crecer en mí aquella ligera y progresiva atonía del sentido de la orientación y la distancia que nos inmoviliza antes de cualquier indicio, como el aturdimiento inicial de un mareo, en mitad de un camino en el que nos hemos extraviado. Sobre aquella tierra paralizada en un dormir sin sueños irrumpía por todas partes la inmensa y asombrosa fosforescencia de los astros, reduciéndola como una marea, y exasperando el oído hasta un afinamiento mórbido con su crepitar de chispazos azules y secos, como cuando sin querer aguzamos el oído ante la presencia del mar presentido en una remota lejanía. Arrastrado en aquella carrera exaltante hacia lo más cavernoso de la oscuridad pura, me bañaba por primera vez en aquellas noches del sur, desconocidas en Orsenna, como en el agua de un bautismo. Algo me estaba prometido, algo se me estaba revelando; sin explicación alguna penetraba en una intimidad algo angustiosa; aguardaba el nuevo día ofreciéndome ya con mi mirar ciego, igual que se avanza con los ojos vendados hacia el lugar de la revelación."
Julien Gracq, El mar de las Sirtes
No hay comentarios.:
Publicar un comentario