Veo un documental sobre Glenn Gould, por empuje de la reciente
lectura de El malogrado, de Thomas
Bernhard. Durante un largo rato la cámara lo toma de frente y de cerca. Esa
proximidad sostenida empieza a resultarme incómoda. Gould entrecierra los ojos,
gesticula con toda la cara y gira con el torso en círculos pivoteando sobre la
cadera, olvidado del mundo fuera del propio. Siento un impreciso pudor,
como si espiase a un hombre desnudo o estuviese observando -y no es otra
cosa- una relación íntima.
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