En la
novela de Vila-Matas Doctor Pasavento,
Andrés Pasavento, escritor de cierto renombre, busca desnombrarse y volverse,
se diría, volátil. Empieza por la
fuga y la tala del nombre en el que deja el apellido, desbrozado, con el
apéndice de “doctor” que como se sabe no es un nombre sino un cartel de
señalización que se pone uno delante. Como el doctor en psiquiatría no logra el
equilibrio esperado, Andrés y el otro se buscan un tercero para el balance, el
doctor Ingravallo, que ejerce la antipsiquiatría. Claro que recae en el vicio
de ser percibido. No le complace al narrador que su mutis sea apenas notado por
el foro. Intenta bruscas reapariciones, se amedrenta, vuelve a la grisura.
Finalmente y sin desprenderse de los otros se funde, con cierta languidez, en Pynchon o
Pinchon.
Conté
116 escritores mencionados. En algunas citas no intermedia nombre alguno, salvo
el de Pasavento, como si fuera en parte los libros que ha leído. Como en las calles
transitadas en donde Walser pretendía desaparecer, Pasavento difumina su voz en
ese bullicio. Es otra forma de ser otros, cuando en verdad quisiera ser uno, o cero,
sin fisuras, es decir, quisiera querer ser lo que Walser quiso, un perfecto cero
a la izquierda, y cuando no quiere querer se avergüenza. Toda la novela está
enhebrada de Walser, sus obras -en especial Jakob von Gunten y los Microgramas-
y su vida. Hacia el final, Pasavento pretende invocarlo en Herisau. No nieva. Alcanza
para descorazonarlo. Pero ya sabemos: todo alcanza.
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