Hoy venía a casa molestando a otras reses apiñadas como yo en el subte con una bolsa enorme de la juguetería (estamos en agosto y tengo siete sobrinos). Un chico que iba de la mano de una mujer se quedó mirando la bolsa. Yo miraba su mirar, divertida. Me pareció que quería ver qué había adentro, así que adrede la abrí un poco, para mostrar el ala de un avión, la punta de una lancha. Levantó la vista y vio que lo miraba. Sonreí apenas (¡te agarré!) y él me correspondió con una hermosa sonrisa de boca, dientes y ojos. Cuando se bajó, mi sonrisa todavía estaba allí.
3 comentarios:
No sé si leí un post o sí me comí un caramelo. Siento eso.
A veces nosotros también necesitamos regalarnos como a un niño, Vero. Creeme que nos lo merecemos.
Muy lindo.
Gracias, che, era una aneda, no más. La monterrosina frase final es tan cierta que no sabía cómo hacer, cuando se bajó mi excusa para sonreír, para enderezar la boca y no seguir sonriendo como una marmota a la nada.
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