Tengo una amiga, Ale, que vive en Ushuaia, a unas cuantas cuadras del centro, camino al glaciar Martial, justo enfrente de la planta potabilizadora de agua. Desde la ventana de su dormitorio se ve, en este orden, de acá para allá: el centro ahí abajo, todo amuchado, con el pico rojo de la iglesia sobre la San Martín; el canal de Beagle, la Bahía Encerrada; montañas azuladas y borroneadas a lo lejos. La primera vez que fui a la casa de Ale, mientras ella ordenaba, me fui a vaguear por ahí. La perra, una husky de nombre Soledad, me siguió, parando cuando yo paraba, imitándome, mimo perruno. A unos pocos metros de la casa hay un bosque cerrado de lengas (no sé si hay otra especie de árbol en Ushuaia, ésos están por todos lados), y un arroyo de agua transparente y helada que baja entre piedras. De cuento. Me metí por entre los árboles, alejándome de la ruta. Entonces advino lo que solamente puedo llamar la euforia. Como la náusea de Sartre, pero al revés. Una intensa sensación de disfrute del entorno, acentuada (o posibilitada, quién sabe) por el muy moderado peligro, aunque exagerado por mi imaginación, de perderme. Perderme, para todos. En este bosque, pensé, si me caigo por una barranca y me quiebro, quizás nunca me encuentren, puedo morirme de hambre y frío. Qué inmensa felicidad. Por suerte andaba con Soledad, que me guió de vuelta.
domingo, abril 09, 2006
Euforia
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