jueves, marzo 30, 2006

Y sin embargo

Leo el post anterior (¿post, posteo?, no manejo el dialecto bloggero) y veo que tengo que subir (vi que le dicen “colgar” también) otra cosa enseguida. Probemos con esto.
Cuando leía En el camino, me había dado el raye de escuchar sólo jazz (porque el del libro va de acá para allá, saltando de un club de jazz a otro). Iba los martes al San Martín (ciclo Jazzología), esas cosas. Por ese tiempo debo haber escrito lo que sigue. Lo leo ahora y me parece demasiado pretencioso. Es una mezcla de un viaje en tren a Lobos y algo de música en casa, esa noche o al día siguiente.

Confusión

En la tarde pringosa de abril (había llovido, todavía quedaba mucho por llover) ella escribía como una zombie, quiero decir que dejaba correr los dedos casi sin pensar, escuchaba a Duke Ellington, pensaba (anhelaba) la laguna y las hojas secas mezcladas con barro, que quedan tan bien alrededor de cualquier laguna en abril.
Cuando llegaron a Merlo tuvieron que esperar todavía un buen rato por el otro tren. Se sentaron en los bancos de cemento procurando escaparle un poco al sol y al cansancio. El otro tren parecía más bien un camión, los pastos se movían a los costados, unas vacas también pasaron. Y todavía tener que seguir viajando, ahora en micro, llegamos, llegaron a laguna, que era casi su definición, un charco grande de agua, barrosa a los costados. Digamos que estorbaban un poco para esta descripción un caserío (por llamar de algún modo a cuatro casas y dos negocios, o poco más), no los pocos botes, algunos mareándose sin ganas en el agua casi calma.
La otra se acercó pero ella no la miró hasta que le habló. Se estiró en el pasto, no le temía a la quemazón del sol, le habló de otra mujer que escribía y soñaba con esa laguna, que escuchaba la música, sí, en esa misma laguna la otra, la tercera mujer, digamos, escuchaba jazz y estaba en los dos lados, en el teclado y en el pasto, le picaban las hormigas coloradas y sacudía la pierna y se rascaba después, buscando entre el pasto, blando a causa del agua anterior, el hormiguero para ponerse más lejos. Le habló del hombre que se había acercado al quizás único kiosco cercano para comprar cigarrillos, ese hombre que era de la otra, de la tercera, como dijimos que la íbamos a llamar, tenía ese mismo pelo dorado y fumaba esos cigarrillos todo el día. La tercera tocaba las teclas como un piano siguiendo la música, hacía que el pasto que estaban viendo fuera verde claro, oscuro o amarillo, que la intermitente sombra del sauce la cubriera o que el sol se moviera de golpe un poco más allá para pincharle la cara, como ahora. Era tan triste aunque ahora no parezca, él no volvía todavía, así que no le quedaba más remedio que seguir escuchando la voz de esta otra. Ella, alguien, pensaba que alguna vez debería limpiar las teclas de la computadora. Seguía escribiendo, la canción ya no era la misma, se le quebraba la voz a Ella Fitzgerald como vidriecitos o espejos. Mientras tanto, algunas nubes se hacían cada vez más oscuras, y cuando ya la voz de Ella se rompía del todo, escuchó un trueno, exagerado para tan poca agua. Se inclinó un poco para acariciar al gato, la lluvia corría afuera, del cielo al patio, sin apuro, por ahí más tarde por fin cayera con más fuerza.
Se estremeció cuando él le tocó el hombro. “Te habías quedado dormida”. Se tiró a fumar al lado, silbaba “Sophisticated Lady”. Las primeras gotas empezaron a mojarle la cara, que se había puesto caliente por el sol de hacía un rato. El se fue abajo del techito, a esperar que escampara. Ella se quedó un momento antes de levantarse, sintiendo que las gotas la tocaban con timidez, daban ganas de animarlas a largarse de una vez, que se volvieran chorros, ríos de agua que le empaparan la ropa y la adhirieran a la tierra, la confundieran en un solo barro con el fondo oscuro y fresco de la laguna, la devolvieran a la nada.

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