miércoles, julio 10, 2013

Observaciones errantes acerca de El caballo de Turín

Hay similitud en la manera en que la hija saca el arnés al caballo y quita las prendas a su padre. Los dos desuncidos mansos, viejos.

Lateral: ¿Se vio a sí mismo Nietzsche en el caballo? ¿Vio el destino del hombre?

Padre e hija se sientan a mirar por la ventana, tal como el doctor en Sátántangó. Pero no hay a quien espiar. No se ve más que las lomas arrasadas. El doctor habría tapiado esa ventana. Hacia el final, Tarr tapia el ojo de la cámara. En un sentido y en otro.

Parecidos con Clov y Hamm: dos personas en el fin de los tiempos, uno, la hija acá, en una posición inferior, el otro, un viejo mandón, apenas menos inválido que Hamm, los víveres que merman, la imposibilidad no muy clara de alejarse de la casa, la insistencia en atisbar por la ventana. “¡Come! ¡Tenemos que comer!”, dice el padre. Y no come.

El visitante asegura que no hay dios ni dioses. Como Nietzsche. Pero no abraza al caballo. Sólo le interesa conseguir pálinka. El verdadero fin del mundo advendrá cuando deje de arder el agua -cuando no quede aguardiente. Eso lo sabía también el doctor de Sátántangó. 

Erika Bók tiene una dentadura temible.

2 comentarios:

Unknown dijo...

La agonía de la soledad no se alivia con los demás. Es el punto muerto de cualquier reflexión. Tarr y Kafka se siguen camuflando. Abrazos. Buenísimos los posteos.

Vero dijo...

Hei yan quan, no se alivia porque lo que nos traen los demás es un espejo (recuerdo el momento de Huis Clos, de Sartre, donde una mujer le muestra a otra un espejo en el que no se puede mirar y luego le dice: "te describiré, no puede haber espejo más fiel", o algo parecido, ¿no infunde terror la frase?). Qué gusto que te gusten. Aunque estas frases andan por senderos secundarios. Abrazo para vos.