No hay mucho para comentar acerca del argumento de Fresas salvajes. Trata sobre todo de mostrar los matices, más bien oscuros, del alma de un hombre que puede mirar su vida con la perspectiva que le ofrecen los años acumulados. “A través de la historia fluye un solo tema, mil veces variado: carencias, pobreza, vacío, falta de perdón”, ha dicho Bergman. Isak Borg, un médico retirado con una carrera exitosa detrás pero con la lucidez necesaria para reconocer que ha fracasado en otros aspectos, emprende un viaje con la nuera para recibir un título honorífico. Marianne tiene un interés propio en afrontar las molestias del traslado: discutió con el marido porque espera un hijo y él no lo quiere esperar -querría, se diría, despedirlo. Durante un tiempo -indefinido- se mantuvo alejada, ahora cree que pueden conversar con mayor calma. Las peripecias del viaje, así como una serie de sueños con anticipaciones sobre la muerte, componen una suerte purgatorio para Isak, que se ve impelido a reflexionar sobre su vida y en especial los errores que lo llevaron adonde llegó. A medida que avanzan se induce a los protagonistas -y al espectador- a una angustia creciente, pero el inicio de una cierta armonía entre Marianne y Evald hacia el final, el encuentro de una posible redención para Isak, instalan una trémula esperanza y alivian la pena.
Después de una larga y decepcionante búsqueda por las librerías del centro, a principios de este año encontré Imágenes, de Ingmar Bergman, en un negocio de mi barrio. La primera película mencionada es Fresas salvajes. Dice Bergman que al volver a verla quedó impresionado por “el rostro de Viktor Sjöström, sus ojos, la boca, la delicada nuca con el fino pelo, la voz vacilante, indagadora”. Pero es Bergman quien conduce a Sjöström a esa escena que toca la fibra más íntima del espectador. En cada una de sus películas encontré al menos un momento como éste, un hallazgo a partir de la exploración del corazón de un hombre. Hacia el final del film, Sara, una mujer amada por Isak (Sjöström) en su juventud, lo lleva de la mano hasta el borde de una corriente de agua. En la otra orilla el padre de Isak pesca, la madre reposa a su lado. Son jóvenes y bellos. Miran a Isak, sonríen, lo saludan: lo reconocen. El anciano esboza una sonrisa tenue. La cámara se acerca a los ojos húmedos por el amor y el agradecimiento. Me hizo llorar. Ahora mismo al recordarla me conmueve.
Esta mañana vi una entrevista a Werner Herzog que me recordó lo que pienso acerca del cine de Bergman. “Conozco el corazón de la gente y por eso hago cine”, dice Herzog. Y después, haciendo hincapié sobre la misma idea: “Hay que entender la situación y hay que entender el corazón de la gente. Si no, no estás haciendo cine. Como cineasta, sabes cuál es el epicentro de todos los miedos. Si no, no hagas películas”.
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