viernes, mayo 11, 2012

El que busca


Hace un rato me quedé sin aire cuando entré a Hernández buscando a Onetti y me encontré con Beckett. Con el hilo de voz que logré desenredar del nudo en la garganta dije, mientras señalaba el monstruo: “¿Qué es eso?”. “Parece que es la primera novela de Beckett, llegó hace un par de días”, respondió el librero, distraído de mi corazón que daba saltos por ahí. Sin dejar de caminar bajo el sol amarrete que entibiaba la calle Uruguay (tenía que volver a la oficina) fui aplacando la repentina sed en páginas al azar. Así, durante la vereda generosa que va de Lavalle a Tucumán leí: 

“Su rostro era tal que a uno se le venía encima, se despegaba de todo, se hacía pedazos, invadía el aire mismo, una roja dehiscencia de la carne en acción. Había que mantenerlo a raya. Mierda, pensaba uno, si lo que quiere es disolverse. Y luego los gestos, los gestos espeluznantes, de las manitas gordezuelas y las palabras espléndidas y la sonrisa de alga marina, todo encogiéndose y desenroscándose y desplegándose hasta florecer y no ser nada, toda su persona un caldo de disrupción y flujo. Y eso, a partir de la coherencia milagrosa con que siempre aparecía. El modo en que se mantenía aglutinado es uno de esos misterios insondables. Por derecho propio tendría que haberse hecho añicos, haberse convertido en bruma, en polvo suspendido en el aire. Era un batiburrillo que se desintegraba solo”.

Samuel Beckett, Sueño con mujeres que ni fu ni fa

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