jueves, noviembre 10, 2011

Segunda visita a El caballo de Turín, de Béla Tarr


Hace un tiempo fui a ver esta película con una amiga. Mi impresión inmediata fue que no estaba entre las mejores de Tarr. Fue variando. Unos cuantos días después seguíamos hablando del desamparo y la desesperanza que nos habían agobiado en el cine. Pasa con algunas grandes obras: la erosión del tiempo desuella las sensaciones y las hace más vívidas.
No hace mucho vi Melancholia, de Lars Von Trier. Me gustó, en particular por el enorme trabajo de Kirsten Dunst. Pero recuerdo haber pensado: Tarr no necesita que un planeta choque con la tierra para hablar del fin del mundo. En seis días se hizo el mundo, en seis lo deshace. Dice Tarr: “Lo que quise fue mostrar una visión muy simple y pura de la vida. Nuestra vida se construye día a día y, pese a la rutina, siempre es distinta; conforme pasa el tiempo nos vamos haciendo más débiles hasta desaparecer. No tiene que ver con una posición fatalista, es algo irremediable y que se presenta de una manera lenta y silenciosa”.
Ayer la vi de nuevo. En esta segunda vuelta presté más atención a dos momentos en que me parece que exponen o concentran algunas ideas que como el viento soplan a lo largo del film. El primero es la visita del hombre que va en busca de “palinka” (algún aguardiente, supongo). Trae noticias de las ruinas en que el pueblo (pero, ¿qué pueblo?, bien podría decir “el mundo”) se está convirtiendo y sugiere que se debe a la perversión de los hombres (“Sólo la ruina está completa”, decía el Príncipe de Werckmeister Harmoniak; a propósito: creo que se pueden trazar varias relaciones entre las dos películas). “No hay dios ni dioses”, dice el que viene por alcohol, y los nobles, los destacados, los brillantes están exhaustos, “cómo el fuego que dejó de arder en el prado”. El otro momento es la lectura del libro de los gitanos. Habla de los lugares sagrados, de cómo han sido profanados y de la necesaria ceremonia de arrepentimiento. El discurso del hombre que busca con qué emborracharse y las palabras de ese libro están relacionados, para mí, ahora.
También me detuve en algunos gestos puntuales. Entre las rutinarias ocupaciones con las que llenan los días, padre e hija se turnan para mirar por la ventana. Miran un paisaje árido azotado por el viento incesante. En uno de los últimos días (una voz en off ha dicho que al viento ya no le queda qué arrasar, no tiene obstáculos que se le interpongan) el viejo se ubica frente a la ventana pero deja caer la cabeza. Es desolador. Otro: en medio de una oscuridad (que pronto será irremediable) la chica mira fijamente una pared iluminada por una luz que se apaga muy lentamente.
En definitiva, me pareció bellísima. Una película como ésa no se va a estrenar en el cine comercial, pero no es difícil conseguirla. Es la última de un director con una carrera (la palabra parece inapropiada tratándose de Tarr) asombrosa.

2 comentarios:

guillermoqu dijo...

Eeste comentario va encaminado precisamente por el descontento, y es que para dos escenas bien logradas, a mí forma de ver, no vale la pena invertir más de dos horas en un discurso que raya en la simpleza...
En cuanto salga de la sala formularé un comentario menos amargoso, eso.espero.
Guillermo Q.

Vero dijo...

Si lo que llamás el discurso es lo que creo, aunque simple, cava hondo. Si pasás de nuevo por acá contame tu impresión ya asentada por los días.