De La ciudad se sale tren, a París se llega en otro. “El viaje había sido insensato. Ahora lo sabía”, dice el que vuelve a París después de una travesía de 300 siglos. No es que le parezca insensata la descomunal duración del viaje, sino que al llegar la estación y él mismo permanezcan invariados. ¿Qué buscaba al partir? No lo dice ni parece recordarlo. En algún momento elaborará una teoría que no hará más que reavivar la aplacada desesperación. Como el viaje, una teoría inservible. Esa figura del viaje inútil signa la novela. Lo que se narra es una sucesión de esperanzas que se frustran.
Al principio, París es una siesta. La identidad del hombre se desdibuja en el polvo y la grisura. “Quizá hay en el polvo acumulado algo que me impresiona, que me inclina al respeto”. Polvo acumulado, la marca de una temporalidad desquiciada, laberíntica. Huella por ausencia de huella, el polvo se deposita porque no es hollado. Más allá de los siglos en tren que dejan al hombre rosa y calvo, “como recién nacido”, la percepción del paso del tiempo es inestable. “Hay un desajuste en el tiempo que me está desesperando”, se dice a solas y refleja en los tiempos verbales que usa ese desajuste: en una misma oración se alterna el uso del presente y el pasado -“Oscurecía, y ya hay algunas luces encendidas allá afuera”.
En medio de un clima de por sí ensoñado, el hombre, que no come ni duerme, se empeña en soñar despierto. Evasión y trampa: muchas veces desea y no puede salir, como de la misma ciudad. No puede manejar la duración de su estancia en los sueños y mientras duran vive dividido. El sueño es tan real para él como la vigilia -Levrero dijo en alguna entrevista que los sueños comportan experiencias reales- pero esas dos realidades “palpables y completamente distintas” pueden tornarse sumamente incómodas cuando las visiones de la vigilia y del sueño son simultáneas. Aparece necesariamente la figura del doppelgänger, su representación literal: se puede ver al hombre y su doble caminando lado a lado hasta encontrarse y fundirse. El otro medio de evasión es el vuelo -en una caída le brotan alas. Vuelos, sueños, quizá metáforas de la escritura. “¿Qué es lo que me ata a este lugar?”, pregunta sobre el final. La respuesta llega en forma de pánico.
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