domingo, diciembre 15, 2013

El laberinto



…quizás el abuelo lograra lo que sueñan todos los constructores de laberintos: construir un laberinto tan perfecto que no sólo se pierde en él todo aquel que entra, sino que es a la vez un laberinto que, como un gran animal paticojo, se levanta, se aleja renqueante y con el rabo borra las huellas que va dejando tras de sí, y así, todo lo que voy a relatar aquí a continuación y que aún vas a oír tiene ya lugar sólo en las entrañas de ese animal, ahora ya invisible, que camina, cojea y sigue borrando las huellas tras de sí

Jirí Kratochvil, En mitad de la noche un canto


(Poco hace tambalear al lector entregado a las páginas que pasan como la rotura de una pata de la silla en que reposa -para abismarse, mejor sentado o acostado- o la súbita declaración del artificio. Si uno lee, por ejemplo, “en el final preferido para su recuerdo” o “todo lo que voy a relatar aquí a continuación y que aún vas a oír tiene ya lugar sólo en las entrañas de ese animal”, comprende lo que prefirió ignorar, que todo es así pero podría ser de otra manera, o mejor, que es así y de otra manera y que lo que lo tuvo embrujado por horas antes de ser plasmado en papel fue frágil y aleteante, que fue llevado de la mano por un camino más o menos azaroso y que ahora se le pide que abra los ojos ante las bifurcaciones.)
 

miércoles, octubre 16, 2013

No llueve

Viene sosegado el mediodía. Lento y quemante a través del aire grávido. Cayeron unas gotas, más temprano. Puro amago. Dice el pronóstico que mañana habrá alivio.
El entusiasmo de Maria Bethânia y sobre todo el encanto de una frase -“yo sé muy poco, pero tengo a mi favor todo lo que no sé”- me llevan al libro de Clarice Lispector, donde me quedo boyando una hora o dos.
“Es en esta hora que el bien y el mal no existen. Es el perdón súbito, nosotros que nos alimentábamos del castigo. Ahora es la indiferencia de un perdón. No hay más juicio. No es el perdón después de un juicio. Es la ausencia de juez y de condenado. Y la muerte, que debía ser una única buena vez, no: está siendo sin parar. Y no llueve, no llueve.”

Perros

Padre-perro: “¿Has estudiado mucho?” Hijo-perro: "Sí”. Padre-perro: “¿Matemática?” Hijo-perro: “No”. Padre-perro:“¿Ciencias?” Hijo-perro: “No”. Padre-perro: “¿Geografía o Filosofía oHistoria?” Hijo-perro: “No”. Padre-perro: “Por fin, ¿qué has estudiado?” Hijo-perro: “Lenguas extranjeras”. Padre-perro: “¿Y qué aprendiste en lenguas extranjeras?” Hijo-perro: “Miau”.
En “Un diálogo”, Descubrimientos, Clarice Lispector

lunes, octubre 14, 2013

Perro

Recién leí en un blog: “donde se hunde la desgracia”. Y pensé que estaba bien eso de la desgracia en la hondonada pero mejor sería “donde hinca la desgracia”, la desgracia mordiente. Porque la desgracia se aferra. Es posible imaginarle dientes, colmillos incluso. Sé de dónde viene esto. Me sigue una brumosa tristeza como un perro. No la noto, la mayor parte del tiempo, pero si me doy vuelta, o solo me detengo y miro alrededor, ahí la veo apegada a mí. Quizá yo también le guarde un cariño. Los perros, es sabido, suelen acercarse sin recelo a quienes los miran con ojos endulzados.

miércoles, octubre 09, 2013

A la mesa

Cortázar, Roa Bastos, Saer, Sarquís. Decía Saer en 1978 que una ventaja del libro sobre el cine era su ubicuidad: “Si hay un libro que nos interesa, siempre terminamos por encontrarlo”. 35 años después Internet acerca cualquier imagen existente como un Aleph. Vi este video hace unos 10 años en la Biblioteca Nacional y no lo volví a ver hasta ayer. Lo había buscado muchas veces, me emocionó el hallazgo. Pueden servirse.



lunes, septiembre 30, 2013

Las cosas que hay que ver

En El camarín de las musas está pasando algo sorprendente. Una familia es despachurrada ante -o entre- el público por el hijo desfasado. Con el filo de las palabras hurga en las vísceras. Ya con sus gestos, con su sola ladeada presencia, desnuda a los demás. El escenario a ras del piso, las butacas tan cerca -sentada en primera fila, recogía los pies por temor de que los actores se tropezaran- propician la ilusión de verse involucrado en un clima de creciente violencia. Algunos espectadores terminan las frases, opinan, insultan al padre por lo bajo. Se entrometen. Al final, todos estamos dentro metidos. No hay forma de zafar.
La obra se llama El loco y la camisa, está hace rato en cartel y por el raudo vuelo de las entradas en cada función creo que perdurará algún tiempo.

viernes, septiembre 27, 2013

Madrugadas

Es tarde ya. Fiodor Mijailovich acoge en su cuarto al mendigo, le cede su cama. Cabecea después, en una silla. Duerme de a ratos. Temprano por la mañana y tras la partida del huésped alguien llama a la puerta. Pero en este punto tengo más sueño que curiosidad. Cierro el libro, formo o se forman las palabras: “No más visitas por hoy”. Y enseguida, en un pensar menos instantáneo que el otro, desmenuzo la frase. No más visitas, no más páginas, que ya no entre nadie. Era yo la que dormitaba en la silla mientras otro usurpaba su cama. Lo veía, oía su ronquido, lo olía -me alivió que Fiodor abriese las ventanas. Por estas cosas me gusta la expresión “sumergido en la lectura”. A veces en nuestra habitación respiramos el aire de otra, del que la letra es medio, conducto. Para quien nunca lo experimentó, la lectura es poca cosa. Varias páginas atrás él había dicho: “la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón”.

lunes, septiembre 16, 2013

Luna, valle, rocío, muerte


A la hora del lobo Korin entra en un bar de estación de micros y se acoda en la barra junto a otro hombre. “Todo se ha envilecido”, le dice. El otro fuma y calla. En una mesa alejada, una pareja de ancianos con aspecto de mendigos, uno mugriento y con enormes lipomas, la otra de boca hundida por ausencia de dientes, comienza un manoseo afiebrado. Los veo, aunque los leo. La impresión que tengo es que coreografían los lamentos de Korin. Él también soba a su pareja, diciendo. Borracho, balbucea. Hace rodar lentamente una palabra, como si la palpase a oscuras -y la palabra es “horripilante”. El otro, como la mujer, se deja hacer. ¿Quién es ése a quien Korin llama “querido ángel”? ¿Un sacerdote de Jerusalén? ¿Un estafador? Es de madrugada, hay humo en el aire, vino en la mesa de los mendigos. No hay colores en esa bruma indistinta. La escena parece sacada de una película de Tarr y es casi eso: el discurso de Korin en Ha llegado Isaías, de László Krasznahorkai, por tramos es idéntico al del visitante de El caballo de Turín. De aquel que acude al cochero por pálinka dice Tarr que es “una sombra nietzscheana”; Rancière lo llama “el profeta nietszcheano”. También Korin, entonces. No hay dios ni dioses, anuncian uno y otro. No existen el bien ni lo sublime. El vuelco en la Tierra se ha producido ya y es irreparable. Quizá la diferencia entre el visitante y Korin sea que en el monólogo del segundo se deja oír un repiqueteo, digamos, bernhardiano, el chirrido al intentar ajustar los significados mediante la repetición. Habrá que buscar Guerra y guerra, ahora, después del tiro y el desfallecimiento. Es difícil mensurar lo sucedido en Ha llegado Isaías pero las primeras líneas de Guerra y guerra dan una pista: “Ya no me importa morir, dijo Korin, y tras un largo silencio, señalando un estanque cercano, preguntó: ¿Aquello son cisnes?

viernes, agosto 30, 2013

El medio de la vida

Pensar, cuando uno ha dejado de ser joven, y cuando todavía no es viejo, que uno ha dejado de ser joven, y todavía no es viejo, quizá represente algo. Detenerse, hacia el término de la jornada de tres horas, y considerar: la holganza siempre más sombría, el dolor siempre más claro; el placer, todavía ahí porque ha sido, el dolor ya aquí porque será; el acto gozoso convertido en voluntario, en espera de que se empecine; el jadeo y el temblor hacia un ser ido, un ser que ha de venir; y la verdad que ha dejado de serlo, y la falsedad que aún no lo es. Y, a pesar de todo, tomar la decisión de no sonreír, sentado a la sombra, escuchando el canto de las cigarras, deseando que fuera de noche, deseando que fuera el amanecer, diciendo, no, no es el corazón, no, no es el hígado, no, no es la próstata, no, no son los ovarios, no, es muscular, es nervioso. Entonces, la rabia se acaba, o prosigue, y uno se encuentra en el pozo, en el hoyo, en el deseo del deseo ido, en el horror del horror, y uno está en el hoyo, al pie de todas las colinas al fin, en las pendientes, en las cuestas, y libre, libre al fin, por un instante libre al fin, en fin, nada.

Samuel Beckett, Watt

jueves, agosto 22, 2013

Qué

¿Qué podemos alcanzar a conocer de Watt? Aun si estiramos el entendimiento como dedos. Watt habla sin apego por la sintaxis, la gramática, la pronunciación, en voz bajísima. El otro, el que narra o vuelca, admite no escuchar con nitidez su murmullo impetuoso: oye poco, comprende una parte, suple con invención. Lo inteligible se opaca todavía más en los últimos tiempos de Watt al servicio Mr. Knott, cuando altera el orden de las frases y hasta de las letras. La comunicación es imposible pero Watt sigue adelante, o retrocede, continúa, en todo caso, en alguna dirección, acarrea las palabras deshechas como su facha desastrada.
A la llegada de Watt, el que ve a lo lejos su figura piensa que puede ser “un paquete, una alfombra, por ejemplo, o una porción de lona enrollada y envuelta en papel oscuro, sujeta con un cordel atado en la parte media”.
En el momento de partir lo encuentran desmayado en la estación de tren, le tiran un balde con agua, contenido y continente, miran cómo su sangre se mezcla con el barro. Es un esperpento empapado, con sombrero y bolsas, que espera el tren que lo lleve al fin del trayecto, el más lejano.
El trabajo de un qué para un no, según parece, es indefectiblemente ruinoso para el qué.
Advertencia en la línea final de la Addenda: “No se vean símbolos donde no los hay”.

martes, agosto 06, 2013

Recuento de Sátántangó - IV

Dentro del ocho que delimita el prismático -alrededor todo es negro, como en cualquier mirada, ineludible recorte- Futaki se asoma a la ventana. Suenan campanas. Futaki oye las campanas, también el que espía. Somos tres. Se distrae la vista en paredes derruidas, una canilla abierta, gallinas. El campo espera más allá, la arboleda estorba la línea del horizonte, por acá pasan troncos, rueda, barril, desperdicios varios, puerta, techo, un interior y ya no hay largavistas para la vista corta, el que miraba se deja ver, un viejo que se sirve pálinka y fuma. “Ese lugar huele como el infierno”, había dicho el chico. Rebusca en una pila de cuadernos hasta que da con el que dice FUTAKI en la tapa. Toma el lápiz, consulta la hora, anota lo que hace el otro. Como yo. Pero él sabe más, lo conoce. “Futaki está aterrorizado… tiene miedo de morir”. Dibuja el viejo las líneas de la casa de Schmidt, revisa una estantería con cientos de cuadernos, saca uno y compara el croquis actual con uno antiguo. Todo se repite para mí: Schmidt sale, Futaki espera subrepticio tras una pared y después entra como si no hubiera estado ahí hace un momento. Lee un poco, ése al que llamarán “doctor”. “Es fascinante ver la erosión provocada por el agua y el viento a la orilla del Ponticum, cuando el mar sobre la gran llanura retrocedió. Parecía un lago poco profundo, como lo es ahora el Lago Balaton”. Se duerme. Ronca sin estruendo, con la cabeza echada hacia delante. Reposa en su corpachón.
La señora Kraner trae comida caliente. Ya no vendrá. Toma un cuaderno el doctor y anota lo que acaba de ocurrir. “K tiene un plan”, sospecha. Al querer incorporarse se derrumba arrastrando frascos y latas. A gatas alcanza la cama. “Parece que me emborraché un poquito”, se miente. Descubre una porción de nalga y clava la aguja. Llegan el alivio y las ganas de beber. No queda más pálinka. Sale a la noche emponchado, lleva la damajuana. Avanza la espalda enorme y encorvada por un camino barroso. La lluvia es feroz. Se guarece en unos galpones, donde dos mujeres manosean su desamparo. Se acerca en busca de calor. Una le ofrece otro fuego, que rechaza tres veces. Prefiere un cigarro. No son buenos tiempos para las prostitutas. Al despedirse se desean suerte. Hay una cierta ternura en esa comprensión del mutuo infortunio.
En lo oscuro la lluvia no amaina. El doctor se mueve penosamente tratando de llegar a un local iluminado. Una nena le sale al paso, lo estorba, lo hace caer. La niebla espesa el espacio entre los árboles. El viejo vislumbra a lo lejos las figuras de Irimías, Petrina y el chico. Llama, débilmente, no oyen, cae. Kelemen lo encuentra, lo ayuda a subir al carro. Se alza el doctor para insistir en procura de lo que lo hará caer otra vez. El carro y los dos caballos que lo arrastran se alejan. Alejarse por los caminos, eso es lo que la gente suele hacer acá. Ellos van, el narrador se queda y cuenta: “Él anheló echarse en un cuarto cálido, ser cuidado por dulces enfermeras, beber a sorbos una sopa caliente, entonces girar hacia la pared. Sintió tranquilidad y liviandad. Refunfuñando el conductor repetía en sus oídos: Doctor, no debería haberlo hecho. No debería haberlo hecho...”.

viernes, julio 12, 2013

La mujer y el absurdo


En los Diarios de Kafka, entrada del día 28 de febrero de 1913, el esbozo de un relato -interrumpido, según señala la nota al final, por una visita a Brod- en el que un hombre -Ernst Liman, misma cantidad de letras que en Franz Kafka- se ve envuelto en una situación ridícula, impelido a actuar en contra de sus deseos. Es algo habitual en Kafka. Quien propicia este estado particular es una mujer joven, una seductora. Pienso en que si fuese un hombre quien lo presionara se lo sacaría de encima sin mayor problema. Las mujeres facilitan la, no diría aceptación, quizá resignación al absurdo. Pienso en Leni, en Frieda.

miércoles, julio 10, 2013

Observaciones errantes acerca de El caballo de Turín

Hay similitud en la manera en que la hija saca el arnés al caballo y quita las prendas a su padre. Los dos desuncidos mansos, viejos.

Lateral: ¿Se vio a sí mismo Nietzsche en el caballo? ¿Vio el destino del hombre?

Padre e hija se sientan a mirar por la ventana, tal como el doctor en Sátántangó. Pero no hay a quien espiar. No se ve más que las lomas arrasadas. El doctor habría tapiado esa ventana. Hacia el final, Tarr tapia el ojo de la cámara. En un sentido y en otro.

Parecidos con Clov y Hamm: dos personas en el fin de los tiempos, uno, la hija acá, en una posición inferior, el otro, un viejo mandón, apenas menos inválido que Hamm, los víveres que merman, la imposibilidad no muy clara de alejarse de la casa, la insistencia en atisbar por la ventana. “¡Come! ¡Tenemos que comer!”, dice el padre. Y no come.

El visitante asegura que no hay dios ni dioses. Como Nietzsche. Pero no abraza al caballo. Sólo le interesa conseguir pálinka. El verdadero fin del mundo advendrá cuando deje de arder el agua -cuando no quede aguardiente. Eso lo sabía también el doctor de Sátántangó. 

Erika Bók tiene una dentadura temible.

miércoles, julio 03, 2013

Principal

- Pienso en la primera secuencia de Werckmeister. Cuando la música empieza encaja perfectamente con la imagen. Sé que Mihály Víg hace la música antes de filmar, pero no lo parece.
- Es que la música es uno de los personajes principales, y si no conozco al personaje principal, ¿cómo puedo pensar la película entera?

La entrevista completa a Béla Tarr, en La tempestad.

domingo, junio 09, 2013

Recuento de Sátántangó - III



Dos andan calles. El viento agita hojas desprendidas de árbol y de papel. No sé si se abren paso los hombres por entre el aire belicoso o si son ellos los que provocan esa furia en los elementos.
Llegan a un edificio, esperan en un pasillo blanco, frente a una puerta blanca. Todavía no sabemos que son Irimías y Petrina, aunque podemos suponerlo. Dos relojes en la estancia marcan horas distintas, las dos erróneas. Dice Irimías acerca de uno: “Muestra la perpetuidad de la indefensión. Nos asemejamos a él como ramitas en la lluvia: no podemos defendernos”. Un funcionario los interroga y les indica que se equivocaron de piso. Van al que es, les piden citación y documentos, llenan planillas, les preguntan por qué después de ser liberados no buscaron trabajo. Estuvieron en la cárcel, entonces. Schmidt, antes, había dicho que estaban muertos desde hace año y medio. El capitán dice que no respetan el trabajo. Dice que la libertad no es humana. “A la gente no le agrada la libertad, le teme”. Los invita a colaborar. Una invitación algo forzada. No tienen opción. No pueden defenderse.
Llegan a la taberna, los acecha un sonido agudo y ululante. Pide silencio Irimías y todo parece quedar suspendido, no solo las acciones sino también las cosas y la gente, como si levitaran de intención, aunque permanezcan en su sitio. Todo se detiene menos el ruido. “Haremos estallar todo”, dice Irimías, y después especifica: “Reventaremos a todos”. Se dirigen al caserío, rabiando: “Son unos siervos y lo serán toda la vida”. Por el camino les sale al paso un chico. Dice que avisó Kelemen, el conductor de autobús, que venían. Los vio en la taberna. El chico hace un recuento de las actividades de cada cual en la granja. Resumen de situación. La música de acordeón se extiende por la llanura barrosa y sin gente. Nada salvo unos árboles ralos que bordean el camino. Viento sobre lo arrasado. Erosión.
Luz que hace foco en unos escalones y una puerta. A través de la luz pasa rauda el agua al bies. Irimías y Petrina entran. Dice el narrador cosas como “hora del amanecer, lo rojo cubre el agitado horizonte” y también “él vio la noche huir hacia el otro lado”. Lo que dice se parece al canto del acordeón que no cesa.