Dentro del ocho que delimita el prismático -alrededor todo es negro, como en cualquier mirada, ineludible recorte- Futaki se asoma a la ventana. Suenan campanas. Futaki oye las campanas, también el que espía. Somos tres. Se distrae la vista en paredes derruidas, una canilla abierta, gallinas. El campo espera más allá, la arboleda estorba la línea del horizonte, por acá pasan troncos, rueda, barril, desperdicios varios, puerta, techo, un interior y ya no hay largavistas para la vista corta, el que miraba se deja ver, un viejo que se sirve pálinka y fuma. “Ese lugar huele como el infierno”, había dicho el chico. Rebusca en una pila de cuadernos hasta que da con el que dice FUTAKI en la tapa. Toma el lápiz, consulta la hora, anota lo que hace el otro. Como yo. Pero él sabe más, lo conoce. “Futaki está aterrorizado… tiene miedo de morir”. Dibuja el viejo las líneas de la casa de Schmidt, revisa una estantería con cientos de cuadernos, saca uno y compara el croquis actual con uno antiguo. Todo se repite para mí: Schmidt sale, Futaki espera subrepticio tras una pared y después entra como si no hubiera estado ahí hace un momento. Lee un poco, ése al que llamarán “doctor”. “Es fascinante ver la erosión provocada por el agua y el viento a la orilla del Ponticum, cuando el mar sobre la gran llanura retrocedió. Parecía un lago poco profundo, como lo es ahora el Lago Balaton”. Se duerme. Ronca sin estruendo, con la cabeza echada hacia delante. Reposa en su corpachón.
La señora Kraner trae comida caliente. Ya no vendrá. Toma un cuaderno el doctor y anota lo que acaba de ocurrir. “K tiene un plan”, sospecha. Al querer incorporarse se derrumba arrastrando frascos y latas. A gatas alcanza la cama. “Parece que me emborraché un poquito”, se miente. Descubre una porción de nalga y clava la aguja. Llegan el alivio y las ganas de beber. No queda más pálinka. Sale a la noche emponchado, lleva la damajuana. Avanza la espalda enorme y encorvada por un camino barroso. La lluvia es feroz. Se guarece en unos galpones, donde dos mujeres manosean su desamparo. Se acerca en busca de calor. Una le ofrece otro fuego, que rechaza tres veces. Prefiere un cigarro. No son buenos tiempos para las prostitutas. Al despedirse se desean suerte. Hay una cierta ternura en esa comprensión del mutuo infortunio.
En lo oscuro la lluvia no amaina. El doctor se mueve penosamente tratando de llegar a un local iluminado. Una nena le sale al paso, lo estorba, lo hace caer. La niebla espesa el espacio entre los árboles. El viejo vislumbra a lo lejos las figuras de Irimías, Petrina y el chico. Llama, débilmente, no oyen, cae. Kelemen lo encuentra, lo ayuda a subir al carro. Se alza el doctor para insistir en procura de lo que lo hará caer otra vez. El carro y los dos caballos que lo arrastran se alejan. Alejarse por los caminos, eso es lo que la gente suele hacer acá. Ellos van, el narrador se queda y cuenta: “Él anheló echarse en un cuarto cálido, ser cuidado por dulces enfermeras, beber a sorbos una sopa caliente, entonces girar hacia la pared. Sintió tranquilidad y liviandad. Refunfuñando el conductor repetía en sus oídos: Doctor, no debería haberlo hecho. No debería haberlo hecho...”.