domingo, marzo 27, 2011

El ruido y la furia, segundo

Si desconfiaba de que esta novela me pudiese atrapar, el primer párrafo de la segunda parte me sacó las dudas. Lo copio completo, no quiero deformarlo con una glosa: “Cuando la sombra del marco de la ventana apareció en las cortinas era entre las siete y las ocho y entonces me encontré de nuevo en el interior del tiempo, oyendo el reloj. Era el del abuelo y cuando padre me lo dio, dijo: Quentin, te doy el mausoleo de toda esperanza y deseo; es más que penosamente posible que lo uses para conseguir la reducto absurdum de toda experiencia humana, lo que no satisfará tus necesidades individuales más de lo que satisfizo las suyas o las de su padre. Te lo doy, no para que recuerdes el tiempo, sino para que consigas olvidarlo de vez en cuando durante un momento y no malgastes todo tu aliento intentando conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana jamás, como él decía. Ni tan siquiera se libra. Sólo el campo de batalla revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es ilusión de filósofos e idiotas”. (El padre de Quentin es brillante y borracho, como el otro).

A Quentin el tiempo se le encima, lo amortaja. Le teme y ese temor lo lleva a romper el cristal y torcer las agujas de su reloj (pero por debajo de esas roturas el mecanismo prosigue imperturbado, implacable), a apartar la vista de la vidriera de una relojería. No puede evitar que sigan resonando las horas en las campanas, suspendidas después en el sonido vibrante. En esos momentos como estanques se reflejan los tiempos idos. No aparecen acá como presente, eso es cosa de Benjy, que no distingue, pero sí como herida que no cierra. “Decía [el padre] que el tiempo está muerto mientras las ruedecillas hacen tictac; sólo cuando se para el reloj vuelve el tiempo a la vida”.

Se recuerda confesando que cometió incesto con la hermana, al padre, que nota al instante la falsedad. Quentin, viéndose expuesto, se lamenta: “¿Por qué no fui yo y no ella quien dejó de ser virgen?”. "Pobre Quentin" (Caddy). Ah… tendría que explicar cómo hice para desentrañar esto. En la segunda parte además de fascinación por cómo se dice fui sintiendo un creciente desconcierto por lo que se dice, así que busqué algún apoyo. Como Portnoy había leído y me gusta cómo lee ahí fui a buscar con qué sostenerme. Aconseja leer el Apéndice que aparece al final del libro al principio. Lo hice y volví a empezar. La oscuridad es demasiada si no y no se llega a reconocer ni la forma de lo que se tantea. Resta misterio, sí, pero sigue habiendo el suficiente para hacernos tropezar de vez en cuando.

A diferencia de Benjy, Quentin puede hablar con otros y las conversaciones que mantiene conforman una buena parte del capítulo. Además de los diálogos con el padre, hay otro con Herbert, el novio de la hermana, y con Dalton Ames, el probable padre de su futura sobrina. Todos duelen, pero el más desgarrador es uno que sostiene con Caddy. Como tantas otras veces se logra alguna comprensión retrocediendo sobre el terreno ya pisado. Hay que leer y rememorar, o volver a leer. Al comienzo del capítulo me sorprendió que Quentin quisiera asumir una relación incestuosa con Caddy, pero lo entendí mejor al enterarme de que le había propuesto a la hermana embarazada, primero que se fugasen juntos y después, ante la negativa, matarla y matarse. Esa conversación, armada con oraciones superpuestas sin líneas de diálogo, es la más terrible. No quiero dar más detalles de lo que pasa ahí, pero me llenó de verdadera congoja (“no llores”, le dice a Quentin, Caddy, como si me lo dijese).

En el medio de este torbellino de recuerdos que lo agobian se desentiende del presente, en el que quiere ayudar a una nena, lo malentienden, lo quieren meter preso, lo multan. Como con su propia familia: quiere ayudar, no encuentra la forma y se pierde. Lo que lo calma es verse ya bajo un techo de agua (“Las palabras más pacíficas. Non fui. Sum. Fui. Non sum”) y así se desprende de la pregunta que lo angustia: ¿Tuviste una hermana?

El mejor capítulo de la mejor novela que leí en mucho tiempo.

jueves, marzo 24, 2011

El ruido y la furia, primero

Hace poco escuché en la radio una anécdota que desconocía sobre Einstein. Parece ser que un periodista le pidió una vez que le explicase la teoría de la relatividad. Einstein le respondió con una pregunta: “¿Podría usted explicarme como hacer un huevo frito?” El periodista respondió que sí, por supuesto que podía. “Pero hágalo imaginando que yo no sé lo que es un huevo, ni una sartén, ni el aceite, ni el fuego”. La especulación acerca de lo que podría ser la tentativa de esa explicación puede dar una idea de cómo comienza El ruido y la furia. “A través de la cerca, entre los espacios de flores entrelazadas, los veía dar golpes. Iban acercándose hacia donde estaba la bandera y yo los seguí pegado a la cerca.” Leí esas enigmáticas primeras líneas en un pupitre (sí, un bar con pupitres, al fondo de una librería de la que no recuerdo el nombre, por Corrientes y Callao) y me costó varias más descifrar de qué se hablaba ahí (un juego de golf).

Esta parte de la novela está contada desde la perspectiva de Benjy, un hombre de 33 años, retrasado mental (“Querrás decir que lleva treinta años con tres años”, dice de él un golfista). Como en el ejemplo de arriba, en muchas ocasiones hay que deducir a qué corresponden sus descripciones, porque por lo general se basan en una serie de impresiones inconexas (se podría decir: por lo general, lo particular). Las percepciones no son las habituales. No dice: “Me dio una flor y se fue” sino “Me dio una flor y su mano se alejó”.

Tiene tres hermanos mayores que él: Quentin, Jason y su adorada Caddy. De ellos nos vamos enterando algunos sucesos de los que Benjy fue testigo, con saltos en el tiempo que para él se acumulan en el presente (en el que también confluye parte del futuro, porque parece presentir el desastre; los negros hablan de sus saberes ocultos). Lo sucesivo se vuelve simultáneo en la visión de Benjy. Así, Caddy, que es adulta y no vive ya en la casa, se sube a un árbol para mirar por la ventana qué hacen los padres en el salón. Antes (algún antes no muy lejos de ese ahora, que no es éste, en el que todos los hermanos menos uno tienen más de treinta), peleando con Quentin, le dice: “Ya tengo siete años”. Una de las maneras en que se puede distinguir el salto es el uso de bastardillas, aunque no siempre se usa (leí por ahí que Faulkner había pretendido usar diferentes colores para la tipografía, según la época de la que se tratase, cosa que le negó el editor); otra, más esforzada, es tomar nota de las edades que dicen tener los personajes; otra es atender a los nombres de los criados, que van variando según pasan los años y las generaciones.

Acerca de la voz de Benjy, se la oye cadenciosa, con raptos poéticos (“Caddy olía como los árboles y como cuando dice que estamos dormidos”), poesía del idiota que nada significa. Tengo que decir que no me pareció verosímil que un idiota llegara a narrar con una complejidad semejante. Es indudablemente su mirada la que se plasma pero en su voz puedo sentir incrustada la de otro. Es posible que me haya quedado esa impresión porque Benjy no dialoga. Luster, uno de los negros que lo cuida, dice que es sordomudo, pero sabemos que eso no es verdad. Benjy es aquel que no puede hablar y al que mandan a callar continuamente. Se babea y llora y grita y eso es todo. Quizá por eso me sentí un poco decepcionada al terminar esta primera parte, como si la voz que había estado escuchando hubiese desafinado de a ratos.

martes, marzo 15, 2011

Boquiabierta

Les habrá pasado, alguna vez. Estás escuchando, viendo, a un artista, y ya no queda teatro alrededor, ni butaca que incomode, ni siquiera cuerpo queda ahí donde estás hasta que un tenue ardor lo trae, avisa que el aire secó lo que debiera estar húmedo. Y así cerrás la boca que una melodía mantuvo abierta. Me pasó el domingo, con la segunda o tercera canción que le escuché a Thiago Pethit. Se presentó en el ciclo Músicas del Sur, que continúa hasta el domingo que viene. Dejo acá la canción que más me gustó, “Fuga Nº1”, del disco que me llevé a casa: Berlim,Texas.

viernes, marzo 11, 2011

Perdonen la tristeza

El recuerdo trae desde el pasado e instala o impone acá, ahora, algo del aire detenido, el clima hipnótico que flotaba en las clases de Viñas, la emoción de algunas horas. Repito un fragmento de una anécdota contada en una clase irrepetible de “Problemas de la literatura argentina” el 18 de agosto de 1995:

Sacaron una foto, “una sola foto”, dijo ella, muy opaca la voz. Subió un periodista a una silla, sacó una fotografía, después dispusimos las boletas arriba de la mesa, salió la presidenta de mesa, salió la fiscal peronista, salió el vigilante. Entró el General, estaba esa mujer, esta mujer. Estaba el General, estaba mi mirada, ella tenía que quedarse sola para elegir la boleta. Entonces él le dijo: “¿Te apago la luz de arriba, China?”

Salimos, ahí quedé frente al General y atrás estaba el friso de los ministros -estaba Ivanesevich-, parecía una de esas películas soviéticas, donde están los cortesanos hablando en voz baja uno al lado del otro, un cuchicheo allá al fondo, acá silencio, allá espera, un minuto habrá sido, golpeó la puerta el General, abrió, entramos.

Nuevamente subió a una silla el único fotógrafo, la presidenta de mesa sostuvo la urna, ella depositó el voto, hubo un congelamiento narrativo para servir al fotógrafo, ¿sí? “Ya, ya”, creo que fue la única palabra que se dijo. Fuimos saliendo, fueron saliendo, nuevamente se sentía más fuerte el zumbido de las voces de este friso de grandes alcahuetones, ministros y demás.

Y fuimos saliendo, el vigilante con la urna, como si llevara el santísimo, la presidenta de mesa, la fiscal, por un largo corredor, saliendo de esa zona cortesana, sacrosanta, más bien abyecta y señorial. Cada una de las puertas al costado se iba abriendo con médicos y enfermeras que aparecían y se asomaban delante de la urna que llevaba el vigilante.

Salimos al hall del piso de abajo, llovía mucho, mucho, ¿sí? Todo eso había quedado atrás, la cosa cortesana, el silencio. La lluvia afuera, el auto detrás de las rejas. Como en un travelling cinematográfico íbamos detrás del vigilante que llevaba la urna donde había puesto su voto Eva Perón. A los costados del camino, mujeres arrodilladas como las de Plaza de Mayo, con pañuelos, en el barro, levantaban el brazo para tocar la urna, como una imagen de una novela de Tolstoi. Tocar la urna, nada más. Llovía, llovía, hasta que tomamos el auto.

Mañana fundida a negro

Pongo Don Leopardo antes de bajar del 47. Mientras cruzo la calle para tomar el subte en Chacarita voy escuchando "Espíritu de esta selva", tan apropiado para atravesar con la recua ese final desprolijo, divergente, invariablemente alborotado de la avenida Corrientes. Subte con "Cielo trucho". Llego y no me saco los auriculares todavía. Me entero por el reader de que se murió David Viñas. Justo ahí suena el mínimo "Requiem". Apago en el "chau". Llega Gastón y me saluda, tengo los ojos aguados y no explico.

jueves, marzo 03, 2011

Desazón

Para medir la distancia que va de la esperanza -"cóncava"- de Gumpes al desaliento habrá que trazar un camino desde el bar Las Dalias -los libros de mitología- a Casimiro -las revistas de geografía. Un amor no imposible pero imposibilitado alcanza, de todas maneras, para instaurar el fin de lo Mismo.