sábado, abril 30, 2011

Judith Sutpen piensa en cuando ya no importe

Uno deja tan poco rastro, ¿sabe usted? Uno nace, y ensaya un camino sin saber por qué, pero sigue esforzándose; lo que sucede es que nacemos junto con muchísimas gentes, al mismo tiempo, todos entremezclados; es como si uno quisiera mover los brazos y las piernas por medio de hilos, y esos hilos se enredasen con otros brazos y otras piernas y todos los demás tratasen igualmente de moverse, y no lo consiguiesen porque todos los hilos se traban, y es como si cuatro o cinco personas quisieran tejer una alfombra en el mismo bastidor: cada uno quiere bordar su propio dibujo. Claro está que todo aquello carece de importancia, pues de otra manera Quienes dispusieron el bastidor hubieran arreglado mejor las cosas, y a pesar de todo, no deja de tener su trascendencia, puesto que uno se esfuerza, y continúa luchando; cuando de pronto todo ha concluido y sólo nos queda un bloque de piedra con unas inscripciones, siempre que alguien se haya acordado o haya tenido el tiempo necesario para hacer grabar esas letras en el mármol. Pasa el tiempo, llueve y brilla el sol y llega un día en que nadie recuerda el nombre y lo que dicen esas letras, nada importa ya.

William Faulkner, ¡Absalón, Absalón!

jueves, abril 28, 2011

Remanso

En la Rolling Stone de abril se publicó una lindísima entrevista a Robert Plant. Ante el tanteo cuidadoso sobre la posibilidad de que se reúna Led Zeppelin, Plant reacciona con fastidio pero enseguida suaviza esa aspereza con una suerte de disculpa: “Sé que a la gente le importa, pero pensalo desde mi punto de vista: pronto me van a tener que ayudar a cruzar la calle”. Tiene más de 60 años y se empeña todavía en enmarcar con largos bucles dorados el rostro ajado. La voz no sigue siendo la misma. Sin embargo encontró en estos años una dulzura que no tenía. “Una voz troquelada”, le decía hoy a un amigo. En estos días estuve escuchando su último disco, Band of Joy. Hay una de las canciones que prefiero por sobre las otras: Silver rider. Es tarde ya, me preparo para el sueño, la vuelvo a escuchar y me arrulla.

El ruido y la furia, cuarto y final

El cuarto es el único capítulo narrado en tercera persona. Al comienzo el foco está sobre o desde -de a ratos sobre, de a ratos desde- Dilsey, una vieja criada negra, la compañía más constante para la familia Compson. Quizá por eso, así como la primera parte es la de Benjy, la segunda de Quentin y la tercera de Jason, se ha llamado a ésta la parte de Dilsey. Sin embargo, durante un fragmento el que relata persigue a Jason que persigue a Quentin -fuera del alcance de Dilsey-, que escapó de la casa llevándose la plata del tío -y la de ella, aunque no lo supiese. Jason recurre a la policía, pero lo que Quentin no sabe ellos lo sospechan. Por sí mismo debe idear la captura. Acá el narrador parece confundirse con la conciencia de Jason: se infiltra nuevamente el resentimiento. Después se desprende de él y lo describe como un pobre hombre. En muchas ocasiones va a variar la perspectiva en el capítulo pero no con tanta brusquedad: “Si por lo menos consiguiera siquiera creer que quien le había robado era un hombre, pero verse despojado de lo que debía compensarle de su posición perdida, de esa suma que había amasado a fuerza de tantos esfuerzos y riesgos, y precisamente por el símbolos de su perdida posición, y pero aun, por una putita de mierda”. Y al poco rato: “Algunos le miraron pasar. Miraban al hombre sentado tranquilamente detrás del volante de un pequeño automóvil con su vida invisible deshilachada en torno a sí como una media usada”.

Este narrador se permite describir minuciosamente, lo que no pueden hacer los demás, encajados como están en su circunstancia. Podemos enterarnos acá de qué color son los ojos de Jason, o detalles de la vestimenta de Dilsey. En otras novelas es algo que suele aparecer más bien al principio, pero en este caso se vuelve natural, porque los otros no tienen por qué detenerse en lo que para ellos es evidente. Nadie repara con tanto detalle en lo habitual.

En este capítulo se opera una suerte de cierre con una idea de circularidad. Además de una frase que Dilsey repite varias veces -“He visto lo primero y lo último”- la atención de este voluble narrador se vuelve hacia Benjy sobre el final. Resurgen los golfistas, Benjy como en la primera página los mira jugar junto a Luster, nombran a la hermana en la palabra “caddie” y Luster tiene que pedirle a Benjy que no llore. Termina la novela en la nada reflejada en la mirada vacía de Benjy. Antes, el ruido: “Luego Ben volvió a gemir prolongadamente sin esperanza. No era nada. Sólo un sonido. Podía tratarse de todo el tiempo y la injusticia y la pena unidas y aulladas en un instante por una conjunción de planetas”. “Pero él berreaba lenta, bestialmente, sin lágrimas; el ruido grave y desesperado de todas las miserias mudas bajo el sol”. “De aullido en aullido, su voz subía, con escasos intervalos de descanso para respirar. Pero en ella no había ningún asomo de asombro, sino que había horror, indignación, agonía ciega y muda: sólo ruido y los ojos de Luster giraron en un blanco resplandor”. En mi opinión estos ruidos, atronadores por momentos, sin significado preciso, que se apagan en la mirada vacía y azul del idiota, pueden funcionar como una metáfora de toda la novela.

lunes, abril 25, 2011

El ruido y la furia, tercero

El relato de Jason empieza con una puteada para la sobrina. Digamos que esa primera frase marca el tono del fragmento, en el que se devana una ristra de resentimiento y rencor. El dinero desperdiciado en Harvard para un suicida y la boda de Caddy embarazada de uno que no es su marido deja sin oportunidades a Jason, que trabaja en un almacén para sostener a la familia. “Nunca tuve tiempo de ir a Harvard como Quentin o para beber hasta matarme como mi padre”, dice este Compson “cuerdo”, como define el Apéndice.

En parte, la cordura de Jason se refleja en las escasas recurrencias al pasado: es un hombre plantado en el presente. Recuerda por ejemplo la muerte del padre, sin pena, o el día en que Quentin niña llegó a la casa. A menudo lo que recuerda se usa como justificación para su mezquindad. Sueña menos que Quentin o incluso Benjy. Es un hombre de pobre imaginación. A causa de esa carencia la narración se vuelve más lineal. Es el relato más uniforme, con el estilo más pobre de los cuatro. Como hablaba con un buen amigo, no quiere decir esto que sea un personaje plano, sin dobleces. Por ejemplo, todo el tiempo sostiene un discurso condenatorio hacia su hermana y su sobrina, pero él, que no se casó, mantiene a una mujer, a quien le ha prohibido que lo llame por teléfono. Se queja de que la hermana tarda en enviar los cheques para Quentin, cheques que él cobrará para quedarse con el dinero.

Siendo Jason el cuerdo, los otros hermanos son descriptos como desquiciados: “Uno está loco y otro se suicidó arrojándose a un río, y a otra su marido la echó a la calle, ¿por qué motivo no van a estar locos todos los demás?”. Benjy es “un fenómeno” que lo avergüenza. Se burla de su hermano muerto (“en Harvard sólo enseñan cómo nadar de noche cuando no se sabe nadar”). El padre es un borracho que se bebió la fortuna de la familia. Es despectivo con Caddy y aprovecha la circunstancia de ser el vínculo con la hija para mortificarla. Muchas veces parece ansiar la muerte de la madre. Trata de sojuzgar a su sobrina. Es racista, xenófobo y misógino. Hay escenas que lo muestran sádico, cruel. Jason es, sobre todo, la furia.

domingo, abril 24, 2011

Lo que uno es

Encuentro en Ecce homo el pasaje que leí recortado en otro lado y tan cierto me había parecido: “Nadie puede, en última instancia, escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Para lo que no se tiene acceso desde la vivencia, para eso no se tiene oídos”. Y recuerdo lo de “La tardecita” de Saer, un cuento donde Barco lee, levanta la vista y rememora, y queda clavado ahí en la remembranza por la punzante extrañeza de reconocerse en el recuerdo a través de la lectura. Acá va (disculpá, Ever, me dijiste que no importaba si te subrayaba el libro): “Pareciera ser que, en el estado actual de nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le haya pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente podemos llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto, con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos”. Es claro que no dicen lo mismo, pero los pongo ahí, en conversación. En un caso se lee y se comprende porque se vivió. En el otro se vive, se lee, se recuerda y se ve más claramente el episodio vivido después de la lectura. Estaba antes eso ahí, sabía Barco sin ver en la velocidad de ese presente. Pero al leer se entera de que sabe. Desde esa perspectiva la lectura no transforma: revela. La lectura de Barco -me refiero a una dimensión amplia de la lectura, claro, y no al acto de seguir el senderito de letras alineadas- como pasa tantas veces, se produce cuando levanta la vista del libro.

miércoles, abril 20, 2011

He aquí el hombre

La semana pasada fui a ver en un mismo día las dos películas del BAFICI para las que saqué entradas este año: The Turin horse, de Béla Tarr, y Cave of forgotten dreams, de Werner Herzog. A pesar de lo que anuncian los títulos más que de un caballo o una cueva se habla en un caso del hambre y la muerte de dos personas; en otro, de los sueños de los hombres.

Salvo alguna retrospectiva, teniendo en cuenta que en más de una nota dijo que ésta sería su última película, era la única oportunidad que iba a tener de ver una de Tarr en el cine. Empieza con el plano en negro y una voz que narra el episodio con el que se dice que Nietzsche ingresó en un período de locura del que ya no se recuperaría. Resumen brutal: abrazó llorando al caballo que el dueño azotaba; al volver a su habitación, pronunció su sentencia (juicio y condena): “Madre, soy un idiota”. Lo que le pasó después a Nietzsche figura en cualquiera de sus biografías. ¿Y al caballo? “El concepto del film es simple: queríamos ir tras la pregunta '¿qué pasó con el caballo después de este incidente?' ”, dice Tarr desde una entrevista. Como orientación me parece mejor esquivarla y ver qué más hay. Porque sobre todo, la historia que se narra, o mejor dicho, no se narra porque poco pasa, digamos que se deja gotear a través de las angustiantes imágenes, es la del carrero. La lastimosa vida que llevan él y su hija, toda como una herida, hace pensar si no hubiese sido mejor que Nietzsche olvidase al caballo y los abrazase. Es la historia de dos destinos grises en camino hacia el negro, sin alternativa. La sombra del episodio que inaugura la locura de Nietzsche tiñe la película, según el propio Tarr. ¿Qué idea abrazaba Nietzsche en el caballo, en su lucidez desfalleciente? “No hay Dios”, dice uno que va de visita y habla de cataclismos. Se habla de ocaso, de extinción (pienso en eso en relación con la idea de “cierre de ciclo” de Tarr). Las imágenes son bellísimas. Los interiores oscuros oprimen tanto como el exterior cubierto de una neblina lumínica donde el viento golpea indiferente al dolor de las personas (“la falta de sensibilidad de la naturaleza”, ¿no es cierto, Bernhard?). No la ubico entre las que más me gustaron de Tarr (La condena, Las armonías de Werckmeister, para no hablar de la incomparable Sátántángo), por esas fijaciones de a ratos exasperantes, sin trama que le dé, a la atmósfera, algo más de volumen, de perspectiva o quién sabe qué, pero igual me pareció hermosa e inquietante.

Me atrajo la idea de ver un documental de Herzog sobre la Cueva de Chauvet, un lugar donde se encontraron dibujos de más de 30.000 años de antigüedad. Además, con el atractivo extra de verlo en 3D. Le había leído decir, por los tiempos de Avatar, que el uso de 3D distraía de la narración, porque primaba el interés por la tecnología. Pero quizá al tratarse de un documental le haya parecido útil, interesante como herramienta. Lo cierto es que me gustó esa simulación de relieves del 3D. Los dibujantes que plasmaron caballos en la roca buscaron, no la chatura como podría pensarse, sino las salientes. Desde la piedra convexa el animal se abalanza. Cada cual con sus tecnologías. Alguna vez comenté, acerca de algunos documentales de Herzog (digamos: Grizzly man, Encounters at the end of the World, incluso la extraña e irónica Incident at Loch Ness, que no dirigió pero produjo), que siempre parece rondar la pregunta de por qué hace la gente lo que hace. Al mirar los dibujos en las paredes sobre las que se proyectan las sombras de las personas del equipo que lo acompaña, Herzog imagina los contornos de aquellos hombres de hace miles de años, no tan diferentes de las sombras que ahora se proyectan, sobre las figuras de los animales, especies que no existen ya. A un arqueólogo le dice que los datos que recopila son como los de una guía telefónica, que le importa otra cosa. “¿Con qué soñaban esas personas?”. Responde el otro, riguroso: “No podemos saberlo, el pasado está definitivamente perdido”. “¿Cuál es su pasado?”, le pregunta al que sonríe desconcertado. “Trabajaba en un circo”. “¿Era domador de leones? ¿Con qué soñaba? ¿Soñaba con leones?” Por debajo, las preguntas no hechas: ¿Qué los acerca a nosotros? ¿Qué, como las pinturas, permanece?