En El camarín de las musas está pasando algo sorprendente. Una familia es despachurrada ante -o entre- el público por el hijo desfasado. Con el filo de las palabras hurga en las vísceras. Ya con sus gestos, con su sola ladeada presencia, desnuda a los demás. El escenario a ras del piso, las butacas tan cerca -sentada en primera fila, recogía los pies por temor de que los actores se tropezaran- propician la ilusión de verse involucrado en un clima de creciente violencia. Algunos espectadores terminan las frases, opinan, insultan al padre por lo bajo. Se entrometen. Al final, todos estamos dentro metidos. No hay forma de zafar.
La obra se llama El loco y la camisa, está hace rato en cartel y por el raudo vuelo de las entradas en cada función creo que perdurará algún tiempo.
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