En un cuarto hay dos hombres sentados a una mesa. Uno lee un libro. “Queda poco por contar”, dice. Ha girado la página, siguiendo el texto. Restan pocas. Por contar. El otro escucha y se sostiene la cabeza con una mano, que además le cubre la cara, como si cargase un peso descomunal o como si le doliese. Se descubre: es idéntico al lector. Un amor perdido, como el de Krapp. También como en Krapp la expresión del oyente es la del desesperanzado. Golpea la mesa, manotazos para aferrar esos jirones de pasado, de sí mismo. La mayor parte de las veces esto tiene un efecto en la actitud del otro: retrocede y relee la última oración. “Luego daba la vuelta y volvía sobre sus lentos pasos”: lo escrito sucede. El oyente parece exasperarse de a ratos contra el lector, pero como quien se impacienta consigo mismo cuando advierte que está girando en círculos sobre un tema sin solución. La parca música de las palabras inglesas, navajazos en frases breves. “La triste historia contada una vez más”, como las cintas del otro, tantas veces oídas, antes de la última. “No queda nada por contar”. Golpe. “No queda nada por contar”.
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