Pensar en los momentos premonitorios de una obra narrativa me acerca, ineludiblemente, a la célebre entrevista donde William Faulkner confesaba que el estímulo inicial de una novela surgió de la contemplación de las braguitas de una niña que intentaba trepar por el tronco de un árbol. Durante días y días aquellos calzoncitos y aquel árbol se le aparecían en los momentos más inesperados. Se servía un whisky y entre las rocas aparecía la prenda íntima; intentaba leer un periódico y sobre la página impresa flotaban los muslos de una niña; veía pasar a una vecina fruncida y apergaminada por la acera de enfrente y en el trasero de aquel tétrico anuncio contra la lujuria no podía dejar de sobreponer los pequeños glúteos de la niña que trepaba por el tronco de un árbol. Aquella imagen inicial comenzaría en algún momento a ramificar. Se me ocurre que un día el escritor debió imaginar bajo aquel árbol a un niño que se debatía entre la vergüenza, la humillación y la necesidad animal de mirar las piernas desnudas y la prenda íntima de esa niña que resultaba ser su hermana. Encerrada en esa nuez, se encuentra ahí la esencia de una de las más extraordinarias novelas de nuestro siglo, la que cuenta la pasión de Quentin Compson por su hermana Caddy y su trágico desarrollo. Su título: El sonido y la furia.
Sergio Pitol, Trilogía de la memoria
(La entrevista a Faulkner de la que habla Pitol se puede leer acá).
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