Vengo en el colectivo y Antonio Moresco -en El volcán- lee la trilogía de Beckett. Está
claro que adora a Beckett, pero trata de quitarse de encima su influencia, como si lo oprimiese. Cae de algún estante
remanido la secuencia, la figura “se defiende como gato panza arriba”. Sin embargo, no puedo recordar a mi gato Julio defendiéndose
“panza arriba”. Era raro que ofreciese el vientre y si por alguna razón quedaba
en posición tan vulnerable rotaba al instante esgrimiendo el espinazo como
escudo. Algunas pocas veces y ya se verá por qué pocas intenté meterlo en una
jaula plástica para llevarlo a la veterinaria. Siempre lograba colar alguna extremidad
fuera de la jaula. Una pata, la cola, cuando no la prominente cabeza. Si yo
presionaba la cabeza él asomaba la pata trasera. Libre una parte, libre todo. Así
estábamos varios minutos hasta que me sentaba en el piso, exhausta. Jadeábamos
para recuperar el aire y reanudar el combate, mientras nos lanzábamos miradas
de odio. Al rato el cuadro de la lucha me daba risa, me rendía y le pedía a la
veterinaria que viniese a casa. Pero esta parte ya no cuenta para lo que
cuento.
Moresco, decía, se defiende, no solo de Beckett: se debate
contra su propia fascinación. Con humor intenta traspasar el cerco -¿la jaula?-
de la admiración reverente. Duran los efectos de la primera lectura de la
trilogía, como los resabios de un primer amor: “Permanece de aquella primera
lectura la asombrosa impresión de un libro que empezaba ahí donde los demás
terminaban”. La segunda vez lee entre gasas y medicamentos, con el dolor que
todo empasta. Poco queda. En la tercera acometida cae Beckett en picada desde
las alturas insondables donde habita con su cabeza de águila y Moresco se
eriza. Algo blande. Dice, por ejemplo, “castrador”. Dice “manierista de la
nada”. Se maravilla ante lo innegablemente extraordinario de algunos pasajes,
vuelve a la revuelta.
“¿Qué me pasa?, me pregunto, ¿por qué me embarga toda esta
impaciencia, esta animosidad, en esta tercera lectura, que nunca antes creo
haber experimentado? ¿Por qué saltan a la vista de golpe estos amaneramientos,
que no me gustan, que me exasperan? Amaneramientos nihilistas, amaneramientos
gnósticos. Antes de que pueda hallar respuesta a estas preguntas, se abren las
espléndidas páginas sobre los guijarros de chupar, donde la negación y el
sarcasmo están radicalmente encarnados, nunca salen de sí, no se convierten en
citas camufladas, búsqueda de una complicidad negativa con el lector. Y por si
fuera poco otra página extraordinaria, en este caso cómo andar con una pierna
más corta que la otra”.
Para terminar, sin llegar al fin: “…pero llegado el
momento de despedirme de ti, mientras sigues ahí delante, en tu lecho de
muerte, en el umbral de este siglo y milenio [el texto es de 1989], quería
hacerte llegar este irrazonable gesto de amor y de riesgo. No podemos
prescindir de ti. Solo podemos prescindir de ti. Seguiremos adelante contigo,
sin ti”.
3 comentarios:
Vero, creo que tu gato nos da la señal de cómo enfrentarnos a la fascinación (pocas cosas encantan más a un gato que las caricias...), esto es: esgrimir el espinazo erizado y mirar apenas de reojo a eso, o más que mirarlo olfatearlo, oírlo, con las uñas afiladas y los dientes fuera. Por cierto, aquello que fascina puede estar destruyéndote (en el caso del gato, domesticandole, haciéndole perder su gatidad -su felinidad diría alguien más remanido...)
"señal" está mal dicho. Más bien, ejemplo...
El tema es que la fascinación, la admiración, puede funcionar como "jaula mental" (perdón por lo burdo de la imagen). Ahora me acuerdo de algo que ya conté antes: una profesora nos decía que tuviéramos cuidado de las teorías literarias con las que estábamos "demasiado" de acuerdo. Es encantador Moresco, Ever, gracias por presentármelo (¡y también sirve el verbo con una sílaba menos!).
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