viernes, noviembre 23, 2012

Con Beckett, sin

Vengo en el colectivo y Antonio Moresco -en El volcán- lee la trilogía de Beckett. Está claro que adora a Beckett, pero trata de quitarse de encima su influencia, como si lo oprimiese. Cae de algún estante remanido la secuencia, la figura “se defiende como gato panza arriba”. Sin embargo, no puedo recordar a mi gato Julio defendiéndose “panza arriba”. Era raro que ofreciese el vientre y si por alguna razón quedaba en posición tan vulnerable rotaba al instante esgrimiendo el espinazo como escudo. Algunas pocas veces y ya se verá por qué pocas intenté meterlo en una jaula plástica para llevarlo a la veterinaria. Siempre lograba colar alguna extremidad fuera de la jaula. Una pata, la cola, cuando no la prominente cabeza. Si yo presionaba la cabeza él asomaba la pata trasera. Libre una parte, libre todo. Así estábamos varios minutos hasta que me sentaba en el piso, exhausta. Jadeábamos para recuperar el aire y reanudar el combate, mientras nos lanzábamos miradas de odio. Al rato el cuadro de la lucha me daba risa, me rendía y le pedía a la veterinaria que viniese a casa. Pero esta parte ya no cuenta para lo que cuento.
Moresco, decía, se defiende, no solo de Beckett: se debate contra su propia fascinación. Con humor intenta traspasar el cerco -¿la jaula?- de la admiración reverente. Duran los efectos de la primera lectura de la trilogía, como los resabios de un primer amor: “Permanece de aquella primera lectura la asombrosa impresión de un libro que empezaba ahí donde los demás terminaban”. La segunda vez lee entre gasas y medicamentos, con el dolor que todo empasta. Poco queda. En la tercera acometida cae Beckett en picada desde las alturas insondables donde habita con su cabeza de águila y Moresco se eriza. Algo blande. Dice, por ejemplo, “castrador”. Dice “manierista de la nada”. Se maravilla ante lo innegablemente extraordinario de algunos pasajes, vuelve a la revuelta.
“¿Qué me pasa?, me pregunto, ¿por qué me embarga toda esta impaciencia, esta animosidad, en esta tercera lectura, que nunca antes creo haber experimentado? ¿Por qué saltan a la vista de golpe estos amaneramientos, que no me gustan, que me exasperan? Amaneramientos nihilistas, amaneramientos gnósticos. Antes de que pueda hallar respuesta a estas preguntas, se abren las espléndidas páginas sobre los guijarros de chupar, donde la negación y el sarcasmo están radicalmente encarnados, nunca salen de sí, no se convierten en citas camufladas, búsqueda de una complicidad negativa con el lector. Y por si fuera poco otra página extraordinaria, en este caso cómo andar con una pierna más corta que la otra”.
Para terminar, sin llegar al fin: “…pero llegado el momento de despedirme de ti, mientras sigues ahí delante, en tu lecho de muerte, en el umbral de este siglo y milenio [el texto es de 1989], quería hacerte llegar este irrazonable gesto de amor y de riesgo. No podemos prescindir de ti. Solo podemos prescindir de ti. Seguiremos adelante contigo, sin ti”.

3 comentarios:

e. r. dijo...

Vero, creo que tu gato nos da la señal de cómo enfrentarnos a la fascinación (pocas cosas encantan más a un gato que las caricias...), esto es: esgrimir el espinazo erizado y mirar apenas de reojo a eso, o más que mirarlo olfatearlo, oírlo, con las uñas afiladas y los dientes fuera. Por cierto, aquello que fascina puede estar destruyéndote (en el caso del gato, domesticandole, haciéndole perder su gatidad -su felinidad diría alguien más remanido...)

e. r. dijo...

"señal" está mal dicho. Más bien, ejemplo...

Vero dijo...

El tema es que la fascinación, la admiración, puede funcionar como "jaula mental" (perdón por lo burdo de la imagen). Ahora me acuerdo de algo que ya conté antes: una profesora nos decía que tuviéramos cuidado de las teorías literarias con las que estábamos "demasiado" de acuerdo. Es encantador Moresco, Ever, gracias por presentármelo (¡y también sirve el verbo con una sílaba menos!).