sábado, noviembre 11, 2017

Martel

Al poco tiempo de estrenarse Zama hubo una promoción por la que las entradas para varias películas argentinas quedaron a un precio irrisorio y además se podían sacar por internet (hace años esta palabrita se ponía en mayúsculas, ¿no?). Semana del Cine Argentino, de 4 días. Compré dos entradas y fui verla con una amiga. Lo primero y muy notorio: no hay mono en vaivén. (Me intriga saber por qué el libro de Selva Almada acerca de la filmación de Zama se titula Mono en el remolino. ¿Habrán intentado echar unas pieles al agua? Tendré que conseguirlo). Mira a unas mujeres, Zama, que se untan barro en la orilla y hablan una lengua distinta de la suya. Lo corren, golpea. Espía también, en otro momento, el escote de Luciana, más tarde a los amantes. La cámara también parece espiar, mirona, como a través de una hendija. Los planos recortan partes de cuerpos. A veces se enfoca a alguien diferente del que habla. Como en la vida, se nos permite ver fragmentos. Lo que se ve: el desacomodo. En Zama todo chinga. La peluca de Zama, los vestidos pesados de las mujeres europeas. Se mueven los colonos como peces fuera del agua, medio enloquecidos de tedio. (A propósito: no hay mono pero sí pez. Ventura Prieto narra la fábula del pez al que el agua repele y que se empecina y así dura). Agobiado Zama por el calor, el bicherío, trasplantado en tierra hostil, se agosta. Hay dos partes: en la primera prima la espera y por lo tanto la esperanza. La otra, la de la expedición de caza a Vicuña Porto, es la del abandono. Como en el poema ("El desierto", Borges), cuando se alista Zama ya se ha dejado llevar por el río. Es una gran película. Me alegra ahora no haber tenido la lectura fresca de la novela. Ahora puedo volver a leerla.

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