lunes, julio 18, 2011

Pan

El sábado me desperté temprano. Me quedé en la cama leyendo El ángel callaba, de Heinrich Böll. Debo haber leído unas dos horas. Me levanté, corté pan y lo puse a tostar para el desayuno. (La tostadura rejuvenece, si bien por poco tiempo, el pan, le devuelve algo del atractivo que tenía cuando humeaba en la panadería). Pensaba en la novela. El protagonista, Hans, se pasa unas cien páginas oscilando entre la desesperación y el letargo (después, el amor: un cambio de piel; pero no entonces). Le niegan un pan que ansió durante horas y considera que quizá convenga dejarse morir. Cuando consigue un poco (siempre es pan, a veces un poco de mermelada, café, pero sobre todo se trata de pan) lo huele largo rato, lo saborea despaciosamente. (En la llaga se multiplica la sensibilidad). Con todo lo leído ardiéndome todavía aspiré el delicioso aroma. Mordí la costra levemente amarga por la quemazón, el centro tierno y cálido. El pan estaba riquísimo, yo triste.

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