La colina baja (“Hungría se caracteriza por la falta de
relieve”, dice Fred Kelemen), con el árbol escuálido pero más denso que la casa
de piedra que no es todavía. Recuerdo que Rancière habla de ese árbol como
definitorio. Acá parece que se trata de toda la colina. En todo caso, la vista
desde la casa es anterior a la decisión acerca de dónde será emplazada.
Tarr, primero: “El paisaje tiene un rostro. Tiene tanto
significado y carácter como un rostro humano. Hay una especie de maldición
eterna sobre este lugar, algo inmutable, algo inalterable. La gente que vive
acá, muere acá. Tiene muy pocas oportunidades de irse. Es un poco como vivir en
una isla. De cierta manera, se trata del fin del camino, no podés ir más allá.
Cuando llegás al fin del camino, alcanzás un sentimiento de paz. Dejás de
enfrentarte a la naturaleza y te volvés uno con el lugar. No pensás en ir más
lejos, proyectarte hacia delante, hacer cualquier cosa, desear cualquier cosa.
No. Estás ahí y mirás alrededor y entendés que eso nunca va a cambiar.
Extrañamente, no luchás contra eso. Pero quizá porque yo siento eso es que
puedo irme”.
La crucial importancia de Ágnes Hranitzky, desde las indicaciones
para construir el techo de la casa hasta la mano que tuerce un mechón de pelo
anaranjado de Erika Bók antes de rodar.
János Derszi como Ohlsdorfer en la llanura a colores, para
la escena de apertura. El polvo, las hojas, el viento, todo es puesto ahí
laboriosamente. Los aparejos no disipan la magia: se conserva intacta en la distancia
entre lo que veo y lo que vi.

Mihály Vig, la música que tantea una atmósfera apropiada
para cada película. La necesidad de silencio para hacer lugar a la intuición, a
la inspiración. Irimías vuelve a gritar silencio. Mihály el
músico lee los párrafos en donde todo está perdido, para que el actor, Misi, el
visitante nietszcheano, capte el ritmo con que se enuncia esa desesperanza:
“Todo se ha arruinado, todo se ha degradado”.
Tarr, segundo: “Esto comenzó en 1990, cuando volvimos de
Berlín. Empezamos a trabajar en la preparación de Sátántangó. El rodaje comenzó en
1992. Así que nos tomamos dos años durante los cuales cruzamos la llanura húngara
a lo ancho y a lo largo. En el mapa la parte verde delimita la gran llanura,
que excede las fronteras del país. A los que participaron en el rodaje de Sátántangó,
de principio a fin, los unió una fuerza cohesiva que continúa hasta hoy.
No era posible rodar durante el verano, porque había hojas en los árboles, ni
en invierno, por la nieve. Así que solo era posible filmar un poco en
primavera, otro en otoño y después en la próxima primavera. Ahora todo ha
desaparecido. Nadie más vive ahí. Así se esfuma la gloria del mundo. Todo se
terminó. No hay duda de que es mejor para mí dejar de hacer películas”.
János, su historial con Béla. Nunca fácil, dice. El atisbo de esperanza de Sátántangó porque "todavía creíamos que los hombres podian influir en el curso de la historia", ausente ya en El caballo de Turín. Querrían alejarse -antes, los otros, pudieron- pero ya no pueden.
János más harto que Ohlsdorfer de comer papas.
Béla en el teléfono le pide a János que no beba porque que tienen
que filmar esa tarde. Al rato: que al menos deje de beber.

Por cosas como éstas vale la pena ver este documental.