Insomne, por la madrugada, leo unos cuantos relatos de El imitador de voces en el Ipad. Me decepciona un poco el del título. Es más interesante la referencia que hace Miguel Sáenz en su charla (“Miguel Sáenz, una autobiografía literaria”, está en YouTube y la vi anteayer) que el relato en sí. Es encantador Sáenz. En el prólogo dice que Bernhard ha tenido en los comienzos una difícil recepción porque “inflige” a los lectores de buena fe párrafos extensos sin puntos. Inflige. Con todo, me vuelve a fascinar la “voz” de Bernhard. Ah, sus “como es natural” y “naturalmente”. Quizás una de las razones por las que Miguel Sáenz haya sido reconocido como un excelente traductor de Thomas Bernhard sea su sentido del humor. Sáenz entiende (interpreta) el humor de Bernhard. Naturalmente.
Vuelvo a dormir y sueño. Estoy en Austria, un viaje de estudios. Nos alojan, a mí y a mi escueto grupo, en una habitación oscura, sin ventanas, en la que, compruebo, los armarios están abarrotados de cosas: ropa para la nieve, juguetes. Eso me desconcierta: ahí vive alguien. Entran algunos estudiantes a la habitación, adolescentes, es decir, de secundaria, con uniforme. Austríacos, claro. Es repentinamente de día, o al menos hay buena luz, como suele suceder en los sueños, y la habitación es más amplia. Los estudiantes ordenan algunos pupitres frente a un escritorio. Me siento en uno. Es un aula. (Ahora, de este lado, recuerdo que en El castillo K. duerme con Frieda en una especie de galpón que por las mañanas se acondiciona como aula de clases. Pero no lo pensé en ese momento). Entra Thomas Bernhard. Se sienta al frente, en el escritorio, en realidad una mesa con tapa de fórmica, similar a la de los pupitres pero más grande. No habla. O no recuerdo ahora que haya hablado salvo por esto: alguien le dirige unas palabras, en español y Bernhard contesta en alemán. El interlocutor no comprende. Le digo a un hombre sentado a mi lado que la persona que habló no entiende el alemán. Se lo dice, en alemán, a Bernhard, que no repite la frase para que la traduzcan, sino que se limita a mirarnos fijamente con los ojos entrecerrados. Hacia el fondo de la habitación, que ya es enorme, algunos estudiantes hablan fuerte y juegan, una profesora se ha levantado para llamarles la atención. Bernhard se levanta y se va. Camino tras él, intento alcanzarlo, para mostrarle que tengo en mis manos El imitador de voces. Es un libro de tapas negras y ajadas, lo he sacado de la biblioteca. Pero Bernhard se aleja tan rápidamente que quien está frente a mí, en los pasillos de la escuela, no es Bernhard, sino un estudiante. Le muestro la tapa. No sabe nada del libro, ni del autor.
Al despertarme, en el entresueño todavía, me pregunté cómo podía ser que en la biblioteca de una escuela en Austria hubiera libros de TB en español. También cómo había llegado yo a Austria. Primero, seguramente esa escuela recibiera estudiantes argentinos con frecuencia. Segundo, el viaje había sido pagado por la universidad. Mientras todavía no terminaba de despertarme pensé en mamá, explicándole a mis hermanos que yo estaba en Austria y por qué.