Lela, mema: lamborghinizada. Cierto, a veces destroza
sintaxis, Lambor, tan Ghini, pero otras la deja in-có-lu-me y es peor la rompe
dura. Pongamos: “Nadie había en el cuarto -yo había. Haciéndome en el cristal
mirado, pasé, fui, viré en un círculo supuse, me deshice”. Uno diría: “yo
estaba”, “habiéndome en el cristal”, y así. Uno. ¿Y por qué? ¿Necesariamente estaba
y no había? ¿No me hice en el cristal también, cuando miré? Ya puestos: se
diluyen las frases hechas en el paladar. Una rugosidad. Ah, las palabras.
miércoles, noviembre 16, 2011
jueves, noviembre 10, 2011
Segunda visita a El caballo de Turín, de Béla Tarr
Hace un tiempo fui a ver esta película con una amiga. Mi
impresión inmediata fue que no estaba entre las mejores de Tarr. Fue variando.
Unos cuantos días después seguíamos hablando del desamparo y la desesperanza que
nos habían agobiado en el cine. Pasa con algunas grandes obras: la erosión del
tiempo desuella las sensaciones y las hace más vívidas.
No hace mucho vi Melancholia, de Lars Von Trier. Me gustó, en
particular por el enorme trabajo de Kirsten Dunst. Pero recuerdo haber pensado:
Tarr no necesita que un planeta choque con la tierra para hablar del fin del
mundo. En seis días se hizo el mundo, en seis lo deshace. Dice Tarr: “Lo que
quise fue mostrar una visión muy simple y pura de la vida. Nuestra vida se
construye día a día y, pese a la rutina, siempre es distinta; conforme pasa el
tiempo nos vamos haciendo más débiles hasta desaparecer. No tiene que ver con
una posición fatalista, es algo irremediable y que se presenta de una manera
lenta y silenciosa”.
Ayer la vi de nuevo. En esta segunda vuelta presté más
atención a dos momentos en que me parece que exponen o concentran algunas ideas
que como el viento soplan a lo largo del film. El primero es la visita del
hombre que va en busca de “palinka” (algún aguardiente, supongo). Trae noticias
de las ruinas en que el pueblo (pero, ¿qué pueblo?, bien podría decir “el mundo”)
se está convirtiendo y sugiere que se debe a la perversión de los hombres (“Sólo
la ruina está completa”, decía el Príncipe de Werckmeister Harmoniak; a propósito: creo que se pueden trazar varias relaciones entre las dos películas). “No hay
dios ni dioses”, dice el que viene por alcohol, y los nobles, los destacados,
los brillantes están exhaustos, “cómo el fuego que dejó de arder en el prado”.
El otro momento es la lectura del libro de los gitanos. Habla de los lugares
sagrados, de cómo han sido profanados y de la necesaria ceremonia de
arrepentimiento. El discurso del hombre que busca con qué emborracharse y las
palabras de ese libro están relacionados, para mí, ahora.
También me detuve en algunos gestos puntuales. Entre las
rutinarias ocupaciones con las que llenan los días, padre e hija se turnan para
mirar por la ventana. Miran un paisaje árido azotado por el viento incesante.
En uno de los últimos días (una voz en off ha dicho que al viento ya no le
queda qué arrasar, no tiene obstáculos que se le interpongan) el viejo se ubica
frente a la ventana pero deja caer la cabeza. Es desolador. Otro: en medio de
una oscuridad (que pronto será irremediable) la chica mira fijamente una pared
iluminada por una luz que se apaga muy lentamente.
En definitiva, me pareció bellísima. Una película como ésa no se va a estrenar en el cine comercial, pero no es difícil conseguirla. Es la última de un director con una carrera (la palabra parece inapropiada tratándose de Tarr) asombrosa.
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