La segunda película de la lista tiene varios puntos de
contacto con la anterior. Tomas Ericsson es un pastor protestante en lucha
consigo mismo, pero en este caso la crisis de fe se ha afincado. Arrasado, sin
el candor del otro, debe enfrentar el vacío de su existencia, la soledad. Si el sacerdote de
Bresson estaba enfermo del estómago, éste sufre de la garganta: la voz
pronuncia palabras en las que no cree. Por eso es incapaz de prestar ayuda. El otro
se asombraba de entregar una paz que no tenía; éste no puede obrar ese milagro.
Malvive atormentado porque abrió los ojos y le hirió lo que vio. La luz quebró
la imagen ideal de su dios. (La traducción del sueco al español del título
original es Luz de invierno. Así es
la lucidez: alumbra, pero no reconforta).
Al comenzar la película, Tomas, con un rictus severo en el
rostro, ofrece una misa a unos pocos feligreses que se hastían en los bancos
(“Las misas solemnes y el mal teatro son lo más largo que hay en el mundo”,
dice Bergman). La secuencia se extiende por varios minutos. El organista
aprovecha la mano libre para relojear el reloj. Una nena se duerme redondamente
estirada en un banco, incivil y sincera en ese simulacro montado para nadie. El
acto aparece vacío de sentido. La máscara adusta de Tomas encubre su
sufrimiento.
Después de la agobiante celebración, se acerca un matrimonio
para hablar con él. Jonas Persson, un pescador, carga una tristeza inubicable
que por economía endilga a los chinos y la posibilidad de la bomba atómica. En
verdad es la maldad de los hombres lo que aborrece. “Confiemos en Dios” dice el
pastor y por primera vez Persson lo mira a los ojos. Tomas tiene que bajar la
mirada: ha sido descubierto. Cuando lo intenta ayudar tropieza: “Me siento tan
impotente, no sé qué decir. Comprendo su angustia... pero hay que vivir”. “¿Por
qué hay que vivir?”, dice el otro. Sin respuesta a su pregunta y notando la
turbación de quien debiera ser su guía el pescador se va. Cuando vuelve, hablan
de la posibilidad del suicidio. El pastor no lo tranquiliza. Primero busca una
causa que pueda aprehender, aislar, neutralizar fácilmente: dinero, enfermedad,
la relación conyugal. Sin tener de qué aferrarse se confiesa el pastor con el
pescador, quizá porque lo considera afín, alguien que sufre como él ante lo
absurdo de la vida, a la que no le encuentra ninguna finalidad después de la
muerte de la esposa y de falta de una respuesta a sus ruegos (“el silencio de
Dios”, dirá más tarde). La confesión de Tomas a Jonas (los roles trastrocados)
es el momento crucial del film, porque al desgranar la reflexión sobre su
herida Tomas concluye con la aceptación de que es posible que Dios no exista. Gunnar Björnstrand es un formidable intérprete, digno del texto de Bergman, ineludible:
“Mi esposa murió hace 4 años. La amaba. Mi vida había
terminado. No temo a la muerte, pero no tenía razones para vivir. Pero seguí,
no por mí, sino para ser útil a los demás. Tenía sueños de grandeza, supongo.
Iba a ser un hombre notable. Ya sabes, sueños de juventud. No sabía nada de la
maldad. Cuando me ordené era inocente como un niño. Entonces, todo ocurrió de
golpe. Me enviaron a Lisboa como capellán durante la Guerra Civil Española. Me
negaba a aceptar la realidad. Mi Dios vivía en un mundo especial y ordenado,
donde todo cuadraba... Entiéndeme, no soy buen pastor. Creía en un Dios
absurdo, privado, paternal, que amaba a los hombres pero a mí más que a nadie.
¿Entiendes mi terrible error? ¿Ves que mal pastor tiene que salir de un hombre
tan angustiado? ¿Te imaginas mis oraciones a un Dios que era mi propio eco,
benévolo y tranquilizador? Si confrontaba a Dios con la realidad que veía, se
me volvía feo y abominable...una araña, un monstruo. Por eso le ocultaba de la
luz y le abrazaba en las sombras, en soledad. Sólo enseñe mi Dios a mi esposa.
Ella me apoyaba, me alentaba, me ayudaba, tapaba las grietas de nuestros
sueños. […] Perdóname si he hablado atolondradamente, pero todo me sale de
repente. Si de verdad Dios no existe, ¿qué más da? La vida cobra sentido. ¡Qué
alivio! La muerte se vuelve una extinción, una desintegración. La crueldad de
los hombres, su soledad, su miedo, todo resulta obvio, transparente. El
sufrimiento no precisa explicación. No hay creador, ni Dios Padre, ni finalidad”.
En este parlamento desenvuelve Tomas las etapas de su relación con Dios: ideal,
monstruo, ausente. (En otra película de la trilogía que Bergman llamó “El
silencio de Dios”, Como en un espejo,
Karin ve a Dios bajo la misma figura, una araña, lo que provoca su espanto). Cuando
Jonas se va, en la soledad, bajo un rayo de luz (esa luz de invierno) que le
aclara la tez el pastor repite las palabras del Evangelio: “Dios, ¿por qué me
has abandonado?” Lo que sigue es desencadenamiento: “Ahora soy libre, libre por
fin”. Jonas confirma después el fracaso de Tomas como pastor, pegándose un
tiro.
El amor, como en otras películas de Bergman, aparece de
manera tortuosa, más como condena que como motivo de dicha. Funciona como
prisma: a través de él, podemos ver un aspecto de las personas que de otra
forma permanecería velado. En este caso deja al descubierto la esterilidad del
corazón de Tomas. Märta, una mujer que lo ayuda en los asuntos de la iglesia,
con quien en el pasado mantuvo una relación, le declara su adoración en una
carta. Su sumisión e incondicionalidad significan para el pastor una pesada
carga. Le escupe todo su desprecio, ella se resguarda en el despecho.
Otra misa cierra la película, no como círculo sino como espiral
descendente. Antes, el sacristán le habla a Tomas del Evangelio y de su
interpretación de la soledad y el dolor de Cristo. El mayor dolor: el abandono
de los discípulos (“comprender que nadie te comprende”) y luego de Dios, en la
cruz. Duplica Algot, el sacristán, sin saberlo, lo dicho por Tomas. Esta
segunda misa se celebra ante un auditorio todavía más magro que el anterior, lo
que vuelve evidente el rito como simulacro.
No conozco películas malas de Bergman. Es desasosegante la honestidad cruda,
áspera, con que desnuda a los personajes. Creo que esto proviene de una reflexión
de Bergman sobre sí mismo (como la de Tomas, digamos). Hace un tiempo, mientras
miraba el excelente documental (en tres partes: cine, teatro, Fårö) que Marie
Nyreröd realizó sobre Bergman, en el que traza paralelos de las películas con
episodios de su vida, tuve la sensación de que filmaba como si se desentrañase.
Ésa es la razón de que cada vez me conmueva. En Los comulgantes el pastor muestra en los diálogos ansiosos, los
párpados que aprieta la angustia, su íntimo sufrimiento. Pero no es sólo su
intimidad la que queda a la intemperie. Un pase de magia y es uno el que se queda
tiritando, desconcertado, preguntándose qué ha podido pasar.