Una comisión de científicos de una Tierra
futura investiga la sociedad de un planeta sumido en un período histórico semejante
al Medioevo. El Renacimiento no ha ocurrido, avisan, y su advenimiento no
parece factible, si se considera el regocijo con que los hombres se enfangan.
En Arkanar, la ciudad en donde se emplaza uno de los sociólogos, Anton o Don
Rumata, los intelectuales son torturados y asesinados en las formas más
ominosas. El arte está proscripto. No hay lugar para la belleza. Él no puede
interferir. Sobre todo, no se le permite matar. Pero el medio hostil corroe su
alma. Un abrumado Don Rumata se pregunta si no es sobre él que se efectúa el
experimento.
Ése es el argumento de Qué difícil es ser dios, película de
Aleksei German sobre la novela de Arkadi y Boris Strugatski del mismo título.
Aunque el comienzo y el final de la novela se eliden en la película, no
difieren en lo esencial, el argumento de una y otra. Muchos aspectos que se
explican con detalle en el libro acá apenas se sugieren. Dije: esencial. Pero
me refería al armazón de la historia. Porque sí difieren, de alguna manera, en su esencia. Si la novela es ya oscura, la película
es como brea, negrísima y pegajosa.
El otro día le comentaba a una amiga que
la estética de la película es pavorosa. Mocos, mierda y sangre, esas materias pringosas
abundan (en la apertura un culo vierte su producto desde una ventana alta sobre
las cabezas de dos que juegan o pelean o juegan a pelear). No hay modo de tomar
distancia de las imágenes, se nos vienen encima. La cámara al nivel de los ojos
parece tropezar continuamente con gente y cosas que se la llevan por delante en
ese universo de espanto y caos. A veces unos miran a la cámara directamente,
otras parecen mirar algo o a alguien detrás. Los primeros planos son
asfixiantes y a la vez vertiginosos. La sensación es que esa mescolanza nos puede
enchastrar de un momento a otro. Hay que verla. Hay que ser partícipe del
experimento.