Rodeada por un aire que se diría fijo, un
aire de estanque, propicio para la flotación, esta noche de domingo -en las
sienes se aprieta un eco del lejanísimo cielo turbio donde se prepara la
lluvia-, en la pieza, contra y sobre la cama -mientras la espalda empuja la cabecera
las piernas se estiran encima de la manta naranja-, leo y me llega lo leído
como un alcohol seco, es decir, como si las palabras dejasen en el domingo
pleno de humedad un rastro áspero, o como si mi mente se deshollinase: “Únicamente
el presente le parece real, y tan inseparable del espesor de las cosas, tan confundido
con la extensión palpable del mundo, que su dimensión temporal está como
abolida. El tiempo y sus amenazas se le presentan ahora como una leyenda,
colorida y terrible a la vez, a la que, refugiado en la rudeza rugosa y clara
del presente, ya no considera necesario seguir dando crédito” (Juan José Saer, La pesquisa).