Dos andan calles. El viento agita hojas
desprendidas de árbol y de papel. No sé si se abren paso los hombres por entre
el aire belicoso o si son ellos los que provocan esa furia en los elementos.
Llegan a un edificio, esperan en un
pasillo blanco, frente a una puerta blanca. Todavía no sabemos que son Irimías
y Petrina, aunque podemos suponerlo. Dos relojes en la estancia marcan horas
distintas, las dos erróneas. Dice Irimías acerca de uno: “Muestra la
perpetuidad de la indefensión. Nos asemejamos a él como ramitas en la lluvia:
no podemos defendernos”. Un funcionario los interroga y les indica que se
equivocaron de piso. Van al que es, les piden citación y documentos, llenan
planillas, les preguntan por qué después de ser liberados no buscaron trabajo.
Estuvieron en la cárcel, entonces. Schmidt, antes, había dicho que estaban
muertos desde hace año y medio. El capitán dice que no respetan el trabajo. Dice
que la libertad no es humana. “A la gente no le agrada la libertad, le teme”.
Los invita a colaborar. Una invitación algo forzada. No tienen opción. No
pueden defenderse.
Llegan a la taberna, los acecha un
sonido agudo y ululante. Pide silencio Irimías y todo parece quedar suspendido,
no solo las acciones sino también las cosas y la gente, como si levitaran de
intención, aunque permanezcan en su sitio. Todo se detiene menos el ruido.
“Haremos estallar todo”, dice Irimías, y después especifica: “Reventaremos a
todos”. Se dirigen al caserío, rabiando: “Son unos siervos y lo serán toda la
vida”. Por el camino les sale al paso un chico. Dice que avisó Kelemen, el
conductor de autobús, que venían. Los vio en la taberna. El chico hace un
recuento de las actividades de cada cual en la granja. Resumen de situación. La
música de acordeón se extiende por la llanura barrosa y sin gente. Nada salvo
unos árboles ralos que bordean el camino. Viento sobre lo arrasado. Erosión.
Luz que hace foco en unos escalones
y una puerta. A través de la luz pasa rauda el agua al bies. Irimías y Petrina
entran. Dice el narrador cosas como “hora del amanecer, lo rojo cubre el agitado
horizonte” y también “él vio la noche huir hacia el otro lado”. Lo que dice se
parece al canto del acordeón que no cesa.