Hay un encanto en ciertos relatos de Levrero que parece emanar de su aparente sencillez. Se hacen las mosquitas muertas. Uno se adentra, si no les conoce las mañas, creyendo que no es necesario tomar precauciones. Al rato está atrapado en una maraña profusa sin poder recordar cuándo fue que se empezó a poner tupido el asunto.
Así me pasó con “Los muertos”.
Un hombre vive con tres tías. Por momentos lo gana el fastidio por esa circunstancia, pero se mantiene apacible en su estar. Aglomera papeles, parece que algo escribe. Aunque es dable conjeturar para el hombre un temperamento fantasioso, y esto conformaría un primer aviso de lo que se avecina, sigo sin hacer caso, porque el ambiente es plácido y hasta aireado, es decir, no abarrotado con trabajosas figuras. El hombre está solo, en el patio. Si el único inquilino de las tías ocupa su habitación a esas horas, no se hace sentir. Hasta que se descerraja un tiro. El verbo le queda grande a la consideración del que cuenta que fue “un ruido seco y apagado, sin ecos”. A la amortiguación de lo que uno supondría estampido le sigue otra del ánimo. Se tarda en la comprobación. Y cuando mira la visión de la sangre lo impresiona de tal manera que no le alcanza con un muerto para el suceso y lo vuelve plural. Sigue un viaje, un periplo alrededor del muerto, o los muertos, a los que el aplazamiento agiganta. El cuento entonces transcurre en las demoras.
Cuando dice que ya estuvo en situaciones similares, “más bien en mi percepción y no tanto en los hechos concretos -siempre superficiales-”, me reconozco enredada en el clima neblinoso de la ambigüedad levreriana. Entonces ya puede largarse el narrador a desenvolver un recuerdo -en el que envuelve sus calzones-, vagar sin rumbo preciso por el barrio anonadado por la siesta, charlar con un amigo en un bar de lo terrible como si fuese levísimo, intercalar un sueño en el ya intrincado devenir: lo onírico y el pasado, ese reservorio para la imaginación, se amalgaman con el presente, sin vetas, como si tuvieran la misma densidad.
El aire del relato hacia el final se enrarece, se apelmaza. La última oración concentra una historia agitada. Me cuesta un buen rato salir del hechizo.
jueves, febrero 28, 2013
martes, febrero 19, 2013
Precipitado y residuo
A veces
uno se siente un puro precipitado de lo que van dejando los otros ahí donde
supuestamente hay una identidad (la de uno). Es toda una experiencia. Como en
la vida no se conoce tanta gente, la mayoría de esos otros que nos conforman
son autores o personajes de libros. Ahora bien: si, como dice Eliot, no se
escribe para buscar una personalidad sino para abandonarla, leer es la huida
suprema de sí mismo: abandonarse a lo que cuaja entre una fluidez y otra. De
modo que escribir sobre lo que se lee sería una huida de la personalidad al
cuadrado. O bien una muestra de lo que hacen los libros con esos residuos que
somos.
Marcelo Cohen, en el Prólogo de ¡Realmente fantástico! y otros ensayos
sábado, febrero 09, 2013
Una de irlandeses
Un estudiante
marcadamente perezoso -no sin envidia lo digo, no por el rasgo del carácter,
que comparto, sino porque puede ensancharlo en la práctica- se tira a
imaginar -es muy apegado a su cama- y pasar al papel -al menos para esto se tiene
que sentar, me susurra la envidia, siempre murmurante- una historia donde
interviene otro escritor, Trellis. Éste es un fabulador tan celoso de sus
personajes que los mantiene encerrados con él en el Hotel El Cisne Rojo, para que
no hagan diabluras por ahí fuera de libreto. Y digo bien, “libreto”, porque más
que personajes los cuantiosos huéspedes parecen actores. Los ratos muertos los
pasan charlando de sus intervenciones en otros libros y las penurias que pasaron
por intentar hacer bien su trabajo. Un poco hartos de que los manipulen, deciden
drogar a Trellis y ejercer el libre albedrío, qué tanto. Hay, entre otra gente,
un viejo gigantón, contador de leyendas antiquísimas, otro que nació a los 25 y
quizá no virgen -porque “resulta difícil confirmar con certeza este atributo en
el varón”-, un demonio, un hado bueno para hacerle la contra, al demonio por
cumplir con su deber, pero también a otros, de puro malhumorado -algunas rabietas
del hado bueno me hicieron reír hasta las lágrimas. Trellis crea a una
mujer de belleza tal que al verla no puede frenar el ímpetu amoroso. De esta unión
nace Orlick Trellis, que, para decirlo de alguna manera, entierra a su padre.
Lo entierra o lo enyesa. Le tira un techo sobre la cabeza, bah. ¡Juicio al autor!
A la Lewis Carroll. Porque, ¿quién se ha creído que es para decidir por ellos? Y basta
para anoticiar. Quien quiera leer que lea.
“Las respuestas no
son tan importantes como las preguntas, dijo el Hado Bueno. Una buena pregunta
es muy difícil de contestar. Cuanto mejor es la pregunta más difícil es de
contestar. No hay respuesta posible a una pregunta buena de verdad.”
Flann O’Brien, En
Nadar-dos-pájaros
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