Si desconfiaba de que esta novela me pudiese atrapar, el primer párrafo de la segunda parte me sacó las dudas. Lo copio completo, no quiero deformarlo con una glosa: “Cuando la sombra del marco de la ventana apareció en las cortinas era entre las siete y las ocho y entonces me encontré de nuevo en el interior del tiempo, oyendo el reloj. Era el del abuelo y cuando padre me lo dio, dijo: Quentin, te doy el mausoleo de toda esperanza y deseo; es más que penosamente posible que lo uses para conseguir la reducto absurdum de toda experiencia humana, lo que no satisfará tus necesidades individuales más de lo que satisfizo las suyas o las de su padre. Te lo doy, no para que recuerdes el tiempo, sino para que consigas olvidarlo de vez en cuando durante un momento y no malgastes todo tu aliento intentando conquistarlo. Porque ninguna batalla se gana jamás, como él decía. Ni tan siquiera se libra. Sólo el campo de batalla revela al hombre su propia locura y desesperación, y la victoria es ilusión de filósofos e idiotas”. (El padre de Quentin es brillante y borracho, como el otro).
A Quentin el tiempo se le encima, lo amortaja. Le teme y ese temor lo lleva a romper el cristal y torcer las agujas de su reloj (pero por debajo de esas roturas el mecanismo prosigue imperturbado, implacable), a apartar la vista de la vidriera de una relojería. No puede evitar que sigan resonando las horas en las campanas, suspendidas después en el sonido vibrante. En esos momentos como estanques se reflejan los tiempos idos. No aparecen acá como presente, eso es cosa de Benjy, que no distingue, pero sí como herida que no cierra. “Decía [el padre] que el tiempo está muerto mientras las ruedecillas hacen tictac; sólo cuando se para el reloj vuelve el tiempo a la vida”.
Se recuerda confesando que cometió incesto con la hermana, al padre, que nota al instante la falsedad. Quentin, viéndose expuesto, se lamenta: “¿Por qué no fui yo y no ella quien dejó de ser virgen?”. "Pobre Quentin" (Caddy). Ah… tendría que explicar cómo hice para desentrañar esto. En la segunda parte además de fascinación por cómo se dice fui sintiendo un creciente desconcierto por lo que se dice, así que busqué algún apoyo. Como Portnoy había leído y me gusta cómo lee ahí fui a buscar con qué sostenerme. Aconseja leer el Apéndice que aparece al final del libro al principio. Lo hice y volví a empezar. La oscuridad es demasiada si no y no se llega a reconocer ni la forma de lo que se tantea. Resta misterio, sí, pero sigue habiendo el suficiente para hacernos tropezar de vez en cuando.
A diferencia de Benjy, Quentin puede hablar con otros y las conversaciones que mantiene conforman una buena parte del capítulo. Además de los diálogos con el padre, hay otro con Herbert, el novio de la hermana, y con Dalton Ames, el probable padre de su futura sobrina. Todos duelen, pero el más desgarrador es uno que sostiene con Caddy. Como tantas otras veces se logra alguna comprensión retrocediendo sobre el terreno ya pisado. Hay que leer y rememorar, o volver a leer. Al comienzo del capítulo me sorprendió que Quentin quisiera asumir una relación incestuosa con Caddy, pero lo entendí mejor al enterarme de que le había propuesto a la hermana embarazada, primero que se fugasen juntos y después, ante la negativa, matarla y matarse. Esa conversación, armada con oraciones superpuestas sin líneas de diálogo, es la más terrible. No quiero dar más detalles de lo que pasa ahí, pero me llenó de verdadera congoja (“no llores”, le dice a Quentin, Caddy, como si me lo dijese).
En el medio de este torbellino de recuerdos que lo agobian se desentiende del presente, en el que quiere ayudar a una nena, lo malentienden, lo quieren meter preso, lo multan. Como con su propia familia: quiere ayudar, no encuentra la forma y se pierde. Lo que lo calma es verse ya bajo un techo de agua (“Las palabras más pacíficas. Non fui. Sum. Fui. Non sum”) y así se desprende de la pregunta que lo angustia: ¿Tuviste una hermana?
El mejor capítulo de la mejor novela que leí en mucho tiempo.