De la movilidad nubosa
de cuerdas que no vibran
emergen cristales de fantasma.
De “Del amor y la turbiedad”
Miro tus manos desde atrás. No estoy lejos, puedo llegar a ver la bóveda de tus palmas y los dedos que caen de ese cielo. Admiro cómo quebrás la estocada del dedo en la tecla, interrumpiendo la trayectoria, para lograr ese sonido tan puntas de pie que se diluye con rapidez…
… Y otras veces los pasitos vaporosos se vuelven taconeos profundos, poderosos, la cabeza acompaña con un vaivén, seguramente irreprimible, pero que parece deliberado: asentimiento y énfasis. Sos un general arengando a la tropa con el tronar del piano. El cuerpo alerta, listo para guerrear.
Y además.
Le digo a Inés: “Ese cello me llenó los ojos de lágrimas”. “A mí también”, me dice. Y es como presentir el roce de un milagro saber simultánea esa vibración unísona en las dos, o en los tres (no olvidemos el instrumento). Yo no sé si el cello toca el corazón, pero sí que cava hondo.
Todo lo que necesitabas
era sostener un cello entre las piernas
y una palabra untada con resina.
Frotar esa matriz demente,
la más grave de tus cuerdas.
Abandonarte,
inclinando ligeramente la cabeza.
Emerger oxígeno.
Puente.
Ébano.
Rastro.
De “De recomendaciones angélicas”.
“Del amor y la turbiedad” y “De recomendaciones angélicas” son poemas de Silvia Dabul, incluidos en Lo que se nombra.